Leyendo estos dos poemas, el primero de Teresa de Avila (siglo XVI) y el segundo de Clara Janés (siglo XX), entiendo mejor, aunque sea de manera indirecta, la filosofía de Spinoza (siglo XVII). Entiendo mejor lo que quiso decir el holandés cuando afirmó que no había construido la mejor filosofía aunque si la verdadera. Entre el subrayado en rojo de los versos del poema de Teresa y los de Clara cabe, muerte de Dios mediante, el alumbramiento, desarrollo y fracaso de eso que hemos convenido en llamar Modernidad Laica. Y también de su ideología subyacente: El Progreso, que sin discusión ni duda nos ha de llevar hacia el Paraíso aquí en la Tierra (así con muchas mayúsculas), ni un milímetro más arriba ni un milímetro más abajo. Paraíso y Progreso, dos palabras que Spinoza deja de concebir tal y como lo hicieron los teólogos vaticanistas, primero, y luego sus herederos, los autodenominados progresistas que en el mundo han sido y hoy perseveran, ciegos y sordos ante ese colosal fracaso.
Todo cambia pero nada progresa, todo es según el juego de luz y sombras que iluminen cada época. La modernidad laica tomó conciencia de sí misma a toda máquina, y a toda luz sin sombras, a partir del llamado por ello el siglo de las luces, y acabó sumergida en la más espantosa de las tinieblas que produjeron los delirios de grandeza divina de los seres humanos que protagonizaron la primera mitad del siglo XX. Ya usted sabe. Después de aquellos horrores murió también la política, entendida en sentido amplio y aristotélico, y ya no pudimos volver aspirar a ser ciudadanos. Ahora ya solo aspiramos a ser meros clientes (que siempre queremos tenemos razón, como todo cliente que se precie, por eso se la quitamos, a cañonazos si es preciso, a cualquiera que se ponga delante) de un supermercado de consumo y entretenimiento planetario. El rigorismo racionalista de Spinoza es más bien, vistas así las personas y las cosas, y siempre siguiendo el hilo del subrayado de los dos poemas mencionados, un dique geométrico de firme contención contra los caprichos, muchos de ellos criminales, a que nos empujan los deseos insaciables que entran por nuestros sentidos volubles y ondulantes.