No es sólo porque sus señorías - debido a su
cobardía, su pusilanimidad o su indecisión moral - hayan decidido que la
felicidad deje de ser constitucional. Ni por estar cerca del dolor o de la
amenaza de la muerte ajena. Literalmente no voy negar que no sea así, pues así
reza en todos los comunicados. Pero el malestar que hay detrás de los
permanentes gritos que se han instalado por aquí, al parecer para no marcharse,
pienso que es debido a un miedo oculto y constante, un miedo ancestral, que
lleva consigo el imaginarnos que la pobreza de antaño vuelva a imperar en
nuestras vidas. Una forma de indignidad que, aunque no la hayamos vivido, nos
resulta de todo punto insoportable. Prueba de ello es que algo que no está bajo
nuestro control nos hace gritar de forma intermitente, sin ser capaces de
cambiar de estrategia ante los pobres resultados obtenidos, al tiempo que nos
vamos paralizando en cada grito. No somos descendientes directos de una guerra,
sino de sus hambrunas. Y aunque las segundas son causa directa de la primera,
el paso del tiempo no les afecta de igual manera. De hecho son absolutamente
divergentes en su destino. O, como el envés de lo anterior, puede que el
malestar y su grito se deban a un intuición difusa: estamos en el comienzo de
una vida en un mundo nihilista y pujantemente tecnológico. Es decir, sin garantías.
Deduzco lo anterior de lo que voy dialogando con mi amigo, de viaje
profesional por la India. Allí existe, como todo el mundo sabe, la mayor
maquinaria de producir películas, Bollywood, de la mano de una de las mayores
productoras de softwares informáticos. Todo ello, justo al lado de lo que más
nosotros tememos. Sin embargo la vida no se vive con una fe y una esperanza
suprema en algo que cierre el paso a la pobreza. La vida no se vive como un
bien absoluto, sino como una posibilidad más. Y la pobreza es una de las formas
que adquiere la vida. Eso es todo. No hay nada allí, digamos, que concierna al
espíritu que no exista igualmente aquí. Otra cosa es que la atracción que
muchos sienten hacia ese mundo, así como otros su rechazo mas contundente, se
deba por un lado a nuestra mirada, estrábica desde hace trescientos años, y por
otro al confort y la seguridad de las costumbres burguesas, que trajeron el
agua, el jabón y la penicilina.