jueves, 15 de agosto de 2024

CRÓNICAS DEL RÍO MENO 1

 DE WAGNER A GOETHE 

Estas crónicas, como ninguna de las otras que he escrito en este blog, no empiezan con la primera pedalada, sino con un descubrimiento, como siempre de origen libresco y ajeno a la bici, pero que más tarde me empuja a subirme a ella y dar pedales sobre los lugares que habitaron los personajes que me muestra aquel descubrimiento. En esta ocasión fue el libro de memorias de Houston Stewart Chamberlain titulado: “Wagner, mi camino hacia Bayreuth.” La lectura de sus páginas nos animó a diseñar la ruta ciclista de este año. Para Chamberlain llegar a Bayreuth era su destino definitivo, pues allí alumbraba con toda su intensidad el sol de su vida, así nombra en sus memorias a Wagner. Sin embargo para mí, Bayreuth, aunque no soy un fans de las óperas del músico alemán, podía ser el inicio de una ruta ciclista que me llevara hasta Frankfurt siguiendo el río Meno que une a las dos ciudades, pues aquí nació otro de esos soles que no deja de alumbrar a la humanidad, Goethe. Vamos a ello.


Pensando en cómo organizar el viaje esta es la primera vez que me vino a la cabeza una ensoñación inesperada. La reivindicación de la hija activista de un amigo, cuyo ideal no es otro que conseguir un cielo libre de circulación de aviones. En efecto, la vida en los aeropuertos se está haciendo cada vez más larga y, lo peor, se está convirtiendo en algo realmente espantoso. Casi distópico, diría yo, si lo unimos a la contaminación invisible de los cielos. Innumerables colas para facturar, que te ponen nervioso, pues aunque llegues con dos horas de adelanto, toda la humanidad está siempre delante de ti. Creo que hacen las colas en zig zag para que no podamos contar bien los que hay delante. Eso que llamas sentarte a comer tienes que hacerlo, como no, en el aeropuerto,  después de pasar sano y salvo los controles tipo stasi, en unos asientos que te permiten mirar mientras masticas los cuerpos que van pensando en su puerta de embarque y en las necesidades del último momento, móviles mediante. Es sorprendente la semejanza que tienen estas horas con las previas en las salas de los campos de exterminio, que nos muestran las pocas imágenes que nos han llegado sobre el asunto, donde el catálogo de humillaciones que vas padeciendo siempre es por tu bien: “estimado cliente, gracias por elegir Air Europa para sus desplazamientos.” Llegado el momento nos acercamos a la puerta de embarque, y la respectiva cola para entrar resulta más lenta de lo esperado, va completo y es lento el acceso, alza su voz alguien que anda por allí. Al final, unos diez minutos más tarde. Nos cambió el sitio la azafata, pasillo por ventana una detrás de la nuestra, todo claro y limpio, rápido. Listos para despegar, con anuncio megafónico que puede que haya movimientos extras por las turbulencias propias del ambiente, según palabras del capitán, oh mi capitán, de la aeronave. No digan que no se lo he advertido. Si inhalan veneno pueden morir en un campo de concentración. Si suben a un avión pueden morir en el aire. En ambos casos, sin poder despedirse de sus familiares. Silencio en las filas, miedo en los corazones. Despegamos. Cuatro horas después que llegamos al aeropuerto.


Una buena red de trenes de alta velocidad europea, al menos, volvería a poner en medidas humanas de tiempo y velocidad el anhelo del viaje. Viajar no es necesario, pero es recomendable visitar el lugar donde ocurrieron los hechos que han llamado tu atención, a poder ser no por la vía de la publicidad manipuladora de las agencias agresivas de los tours operadores. Nula experiencia viajera, máximo benéfico económico.


Toda la ceremonia del despegue se hizo sin movimientos notables,  que nos hicieran olvidar que íbamos camino de elevarnos por encima del vuelo del águila y su visión de la eternidad del mundo, y mucho más rápido. Al fin y al cabo, de eso se trata cuando se negocia con diosecillos de medio pelo, que es en lo que nos convertimos al volar a esas alturas por encima del Imperio del águila. Cuando llegamos a Frankfurt aparece la indecisión propia de los humanos que hemos vuelto a pisar la tierra, después de ir a una velocidad inasimilable por ningún ser mortal. Pero es que a estas latitudes ya nos hemos convertido en unos monos con maletas. La indecisión de marras consiste en si pedir un taxi, o si subimos al tren. Dinero o tiempo y comodidad. Los monos nos hacemos cómodos con el tiempo del avión. Mejor no tener que arrastrar las maletas y los bultos, que todo se reduzca a sacar la tarjeta de crédito al final del trayecto. Nos coge un indio o pakistaní piel morena, nervioso porque no consigues decirle la dirección del hotel donde nos vamos a hospedar en la capital alemana. Vamos venga, al final, tras pedirle paciencia al taxista, anota la calle y empieza a recuperar el tiempo perdido. Corre como si fuéramos a perder otra vez el avión, de 150 a 160 kms por hora marca el contador de kilómetros. Una prueba evidente de cómo el tiempo de la luz ha colonizado al del sonido, llevándose por delante el tiempo propio de los humanos. Pero vamos al hotel. El taxi Merdedes se mueve para todos los lados, pones el navegador, por desconfianza, pero compruebas que no se desvía. Tenemos el mismo destino. Tras una conversación de acercamiento, con motivo de un mendigo en un semáforo. “Arbeiten, arbeiten, das ist für die Drogen” pasamos a lo interesante. De dónde son, ah y evidentemente, la conversación se mueve hacia su objetivo: la final de la copa de Europa entre España e Inglaterra, en Berlín. Por supuesto, según el taxista, que solo ve los partidos de criquet que juegan sus hijos, opina que los alemanes van con España pues por razones de historia reciente siempre están contra Inglaterra. Por fin, llega a la calle del hotel y deja de zarandearnos, bajamos y nos despide con un ¡que tengan suerte! ¿Será verdad? Ah, te das cuenta que es por ellos, por los de la Roja. El Hotel es de nuestro nivel, correcto. Justo para dormir y ducharse. Nivel de ciclista con tarjeta de crédito. Y una siesta para relajar los músculos del cerebro. Ocho horas desde que llegamos al aeropuerto de Madrid-Barajas. En tren de alta velocidad, pongamos, hubiéramos tardado 12 horas. Se ha renovado así la idea de progreso de la humanidad, a cuenta de reducir la velocidad en su deambular por el mundo.