LA CULPA DEL FISGÓN
La actitud del espía es una de los atributos del carácter corroído por el resentimiento y la culpa. También pude ser una profesión, bien pagada por cierto. Que quede claro que, a mi entender, espiar/vigilar no es sinónimo de mirar al otro. Así como mirar al otro no forma parte de nuestros hábitos cotidianos, espiar es más habitual de lo que las estadísticas están dispuestas a reconocer, sobre todo desde que el confinamiento de la pandemia aumentó de manera exponencial el número de tipos que se dedican al espionaje. Que “siempre hay alguien que nos espía” es una de esas frases que proceden del ámbito literario pero que han hecho fortuna en el almacén de los tópicos cotidianos. Si a eso le añadimos el sentimiento de culpa de matriz cristiana, que se ha extendido como un virus por todas las conciencias del presente - todo el mundo hace daño a alguien bien con su mirada bien con su palabra, ya que nadie ni nos mira ni nos habla como nos gustaría que nos mirasen y nos hablasen, lo cual ha hecho crecer el número de víctimas y de verdugos, y la culpa consiguiente que se desprende de todo ello - tenemos a la vista el confinamiento culpable de cada conciencia, incapaz de absorber tanta culpabilidad, que se ha hecho coraza en nuestra conversación y quehacer público. Perdura, así, esa máxima en nuestras mentes que consiste en simplificar la complejidad de las causas convirtiéndolas en culpas, y sus derivadas hechas espionaje. Seguimos creyendo, como nuestros ancestros, que el mal siempre viene de fuera y debe ser expulsado con violencia, mediante el primer sacrificio que tengamos a mano. Dime a quien culpas y te diré que tipo de espía eres. Lo que he querido introducir con lo anterior es que la peli de Francis Ford Coppola, “ la conversación”, va de esto, la culpa del fisgón.
Harry Caul, un detective de reconocido prestigio como especialista en vigilancia y sistemas de seguridad, es contratado por un magnate para investigar a su joven esposa, que mantiene una relación con uno de sus empleados. La misión, para un experto de su categoría, resulta a primera vista inexplicable, ya que la pareja no ofrece ningún interés. Sin embargo, cuando Harry da por finalizado su trabajo, advierte que algo extraño se oculta. Su cliente no quiere aparecer ante él, siempre lo hace por intermediarios. Es cuando surgen ante él unos vestigios de su pasado profesional que creía olvidados. Su trabajo de vigilante lleva aparejado el castigo del vigilado o de alguien de su entorno. Y su sentido del honor no lo acepta. Y la culpa que de ahí emana lo torturó entonces y lo vuelve a torturar ahora ante el temor que se repita.
Todo sucede a través de los oídos de Harry Caul (Gene Hackman). Los sonidos nos ayudan a reconstruir la realidad subjetiva del personaje, cuyo punto de vista nunca se abandona, tanto si lo que vemos queda al alcance de sus ojos como si no. Ahí está el milagro de la cinta. Sin embargo, ¿cual es ese punto de vista? Hay una escena que aparece de forma discreta entre todo el utillaje que acompaña a la complejidad del montaje de sonido, excelente por cierto, que define el sentimiento que acompaña al punto de vista del protagonista y, por tanto, de la película. Es aquella en la que, sin previo aviso para el espectador, Caul entra en una iglesia y se acerca al confesionario a decir sus pescados al sacerdote que hay dentro. No hay mejor forma, a mi entender, de mostrar el sentimiento básico de la culpa que mueve y tortura a Caul y por extensión al mundo, que ya empieza a dejar ver sus mañas tecnológicas para controlar a todo lo que se mueve por parte de quienes quieren marcar y controlar sus límites. Incluido a Harry Caul que pensaba que su profesión se atenían únicamente a vigilar y cobrar. Recordemos la peli “la vida de los otros.”
Cuando al final Caul descubre que además su trabajo incluye el castigo, en forma de asesinato impremeditado y no sujeto a la causalidad de lo que ha oído, nada es como se oye, su moral cristiana no lo tolera, por lo que, en un arrebato de ira, desolla las paredes de su casa dejándola irreconocible. Eso sí con el acompañamiento último de un solo de saxofón por parte del propio Caul. Que la ironía no falte en los momentos más desesperados de la condición humana. Bien por Coppola. Escena que culmina esta conversación guiada por un personaje que apenas habla, fracasado en las relaciones sociales y amorosas, que vive atado a los sonidos que oye y entrelaza, y al temor que le despierten el sentimiento de culpa, el único que parece abrazar su alma.