Todo es una cascada de palabras que salen de la boca del Yo autártico y autocomplaciente, que no hay dique que las contenga ni cauce que les de sentido.
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Y entonces, ante un tipo así constituido, aparece un día cualquiera un autor y sus preguntas - quien cuenta la historia, a quién la cuenta y para que la cuenta - pensando que tiene que contar con la acción lectora de aquel, que, vaya por dios, está a servicio de su autarquía y autocomplacencia absoluta. Esta es su única ley.
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Sin embargo, si no tenemos delante ese narrador, que ha creado aquel autor, que se imponga a nuestra proverbial banalidad cotidiana en el uso del lenguaje, acabaremos siempre hablando como lectores en plan cháchara o hablando por hablar.
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Antes cuando había trascendencia en la vida de vez en cuando te elevabas, ibas a misa. Hoy estamos siempre a ras de supermercado y su publicidad atosigante.
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El cura te amonestaba y te confesaba de tus pecados carnales y del alma. El narrador te amonesta por tus pecados vulgares que cometes con el lenguaje de tu imaginación. Pero te redime de tanta vulgaridad acumulada, dándote una imagen elevada del mundo que habitas en el libro o cuento que te ha puesto entre tus manos.