martes, 31 de mayo de 2016

¿POR QUÉ QUIERO TANTO A MARTIN AUSTIN?

Porque se ha perdido y no es capaz de volver a encontrarse como antes de perderse. Algo se le ha roto dentro, sin remedio. Mejor dicho. Martin Austin, uno de los personajes de "Mujeres con hombres"  vivía encumbrado en una castillo de piedra, "felizmente casado", creyendo únicamente en la integridad de si mismo, vigilando desde las almenas con todo celo y esmero a los posibles enemigos que pudieran acercarse a decirle que eso no era una forma justa de vivir, dispuesto a "disparar", llegado el caso, contra ellos. Pero una día conoció a una chica en París, una más creía, a donde había ido por motivos profesionales. Sin previo aviso e inopinadamente - ¡cómo le podía pasar eso a él que lo sabía todo, que lo veía todo desde allí arriba! -, el castillo de piedra se le derrumbó como si fuera de arena, con él, su "feliz matrimonio" y toda la munición dentro. Así es como lo he conocido, cuando empecé a leer su historia. Si esto nos pasa en la experiencia de la vida - y a quien no le ha pasado -, es una monumental catástrofe, pero si nos pasa en la literatura, ¡cielo santo!, es una bendición. Ya que nos permite entender, con toda su fuerza y lucidez, que la incomunicación que lleva consigo el hecho de vivir, sólo se puede entender desde la ficción. Que encerrarse en si mismo, porque comunicarse sea imposible o porque ya lo se todo, es tan peligroso como creer exactamente lo contrario. Así adquiere sentido el aforismo de Borges, "nada se edifica sobre la piedra, todo se edifica sobre la arena, pero hay que edificar como si fuera piedra la arena". Como la mayoría de lectores, al principio, tuve la tentación de llamarle gilipollas, pero pronto me di cuenta de que el dicterio podía acabar teniendo un efecto boomerang, que me daría de lleno en los morros.

A Larry y a Charley Matthews también los “quiero”, pero de otra manera. Ninguno de los dos consiguen despertarme con la misma intensidad, a medida que pasan los días desde que los conozco, ese sentimiento sobre el que vuelvo, y vuelvo, para no perderme en el camino, que es lo mismo que no encontrar al otro porque solo me veo a mí mismo: la compasión. No leo para identificarme con el lado mas cómodo, o más mediático, o más conocido de la vida. Leo para entenderla. Y es de sentido común pensar que lo que hay que entender de la vida no se encuentra a la vista. Ya que con lo que veo siempre tengo la sensación de que a la vida le falta algo. No algo para que, al fin, sea perfecta: ¡qué ser humano en sus cabales puede aspirar a una vida perfecta! Es algo que me haga visualizar y despertar, a continuación, el interés por su imperfección, que es de lo que esta hecha la vida al completo. Los itinerarios de Larry y, narrador mediante, de Mattews representan unos momentos importantes de sus vidas, pero no tengo tan claro que sean los más importantes. Digamos que no están tan cerca de ese núcleo duro y sagrado que, a mi entender, es donde se aloja lo más insufrible del dolor y el desconcierto que indefectiblemente lo acompaña. Dolor y desconcierto que si atenaza y paraliza a Austin en el momento vital que de él se nos cuenta. Y aquí se encuentra el reto del lector: decidir si el dolor en la vida es su motor fundamental o, simplemente, una indeseable y pasajera circunstancia de la que hay que escapar como sea. Decidir si la experiencia mas importante de la vida es la que nos produce, convencionalmente, mas dolor o alegría, o tiene que ver con algo hasta ese momento inapreciable. Quizás una buena, por pertinente, pregunta sea: ¿cómo soy y por qué soy así?

Austin sufre, y mucho, con lo que le pasa. Y sufre durante todo el relato. No se nota en sus gestos, siempre comedidos y llenos de contención. Se nota en la forma como se nos muestra su atribulado y contradictorio pensamiento, que el narrador nos sirve en dosis muy bien calculadas, para que vayamos digiriéndolo poco a poco. Sin ir más lejos, por lo que transmiten nuestras caras y nuestras palabras es difícil dilucidar de verdad como nos afecta, y en que grado e intensidad, el dolor con que nos recibe la vida al echarnos en brazos de su trajín diario. A veces llegamos a tal punto de exageración que todo parece un camino infinito de rosas. Sin embargo, todos sabemos que cualquier minucia, y en cualquier momento, puede desatar lo imprevisible y meternos de coz y hoz en el corazón de lo insoportable. Lo que quiero decir, es que no hay una imagen canónica del dolor ni del amor, como no hay un sistema de pesas y pedidas para contabilizarlos. La vida es un tanteo inacabable e inabarcable.

Hay un momento decisivo en la historia de Austin, que me ha pasado desapercibido durante bastantes días, pero que ahora me aparece con todo su fulgor y fuerza. Aquí os lo dejo para su consideración. Que quede claro que palabras como fulgor y fuerza no son sólo patrimonio de los momentos áticos u olímpicos, ni pertenecen en exclusiva a los estadios de máxima exaltación o énfasis. Me refiero a la decisión que toma de volver a París, y que lo hace grande en ese momento doliente de su existencia. Que lo convierte en el único héroe posible del mismo, teniendo en cuenta el bajo perfil intencionado del  protagonismo, que el narrador concede a las dos mujeres que lo acompañan, Bárbara y Josephine.

Barbara y Austin están cenando en un restaurante de Chicago, después de la vuelta de París del segundo. A partir de la confesión que Austin ha hecho, de manera incomprensible, a Bárbara respecto a la mujer que ha conocido en la capital francesa, la conversación deriva hacia un ámbito que se va cargando de sutiles reproches y malos entendidos. Digo incomprensible, porque Austin ha tenido otras aventuras en otros viajes y nunca le ha dicho nada a Bárbara. En un momento, el narrador nos muestra este diálogo entre los protagonistas:

“-Pero no creo que haya nada que yo pueda hacer a ese respecto. Ojalá lo hubiera. Lo siento de veras...
 -Entonces no eres mas que un gilipollas – dijo Bárbara, y volvió a asentir con la cabeza, llena de seguridad en sí misma y en ademán concluyente – Y también eres un mujeriego y un cabrón. Y ya no quiero seguir casada con ninguna de esas cosas ni un solo minuto más. Así que... – se tomó un último trago de ginebra y plantó el grueso vaso con fuerza sobre el pequeño posavasos húmedo -. Así que...- volvió a decir, como deleitándose en la seguridad de su propia voz -. Que te follen. Y adiós. (...)

  (...) La reacción de Bárbara había sido sin duda excesiva, pensó Austin. En primer lugar, no sabía nada de Josephine Belliard, puesto que no había nada que saber. No había hechos comprometedores. Bárbara barruntaba algo; e injustamente además.”


Después de cinco páginas de andadura errática, Martin Austin toma la sorprendente decisión a que me he referido antes.

“Barbará no era prueba suficiente de su fracaso, lo era ciertamente el juicio de la propia Bárbara:

- Eres un gilipollas – había sentenciado.


Y el había concluido que tenía razón. Era un gilipollas, y era también las demás cosas, y odiaba tener que admitirlo (...) Lo que no le gustaba no le gustaba, y lo que no podía hacer no podía hacerlo.

Lo que si podía hacer, sin embargo, era marcharse. Volver a París. Inmediatamente. Esa misma noche si fuera posible, antes de que Bárbara volviera a casa,...”

El final de este capítulo cuarto son los preparativos de este viaje. En el capítulo cinco ya vemos a Austin deambulando en Paris, que sabemos que no conoce y donde tiende a perderse. Paris, la ciudad de la luz canónica y turística, es para Austin el lugar de la confusión y el desasosiego, donde pone en práctica toda la torpeza de que es capaz. 

¿Que fuerza irreprimible e inaplazable lo impulsa a volver a ese París?  Puesto que, como nos dice el narrador, y no hay motivos para no creerle, no había hechos comprometedores ni nada que saber, por parte de Bárbara, de su relación con Josephine. ¿Hemos de entender que Josephine es solo una aventura más, un desahogo? Me cuesta mucho. París está muy lejos, demasiado lejos de Chicago para tomar semejante decisión, que ahora no esta avalada por motivos profesionales. Lo cual lo obliga a justificar su ausencia en el lugar de trabajo, que, a su vez, es muy importante para él. ¿Por qué no se queda en Chicago y se mete en otra aventura local, mientras espera a ver qué le contesta Bárbara, un vez a que haya leído la nota que le ha escrito en el envés de una hoja donde está escrita la lista de comestibles: 

“Oyó como sonaban los teléfonos de las demás habitaciones. La casa, de pronto, se había llenado de un caos insufrible. Debajo de ‘Querida B’, escribió deprisa, furiosamente: ‘Te llamaré. Con Amor M.’, y pegó la nota bajo el teléfono vociferante.”

No es fácil averiguar de donde le viene a Austin aquella fuerza, aquel impulso irrefrenable que lo lleva a poner rumbo a su vida “hacia ninguna parte”. Y a cuento de qué. Expulsado para siempre de su castillo de piedra, yo diría que le viene de la necesidad imperiosa y urgente de recuperar su pérdida irreparable. Pero no sabe edificar como si fuera piedra la arena. Por eso va dando tumbos. Yo creo que el narrador no ha querido demostrar nada, ni querer llegar a ningún sitio, sino mostrar sin aspavientos, casi sin despeinarse, el carácter caledoscópico, y como de otro mundo, de que está hecho eso que llamamos alma, y que, paradójicamente, nos hace humanos en éste. Una de cuyas caras, ciertamente no la mas conocida, es la que nos muestra mediante la historia de Martin Austin, expulsado de su castillo de piedra. Es decir, expulsado sin vuelta atrás del paraíso. ¡Hay alguien por ahí, que se atreva a "querer" a Martín Austin!

sábado, 28 de mayo de 2016

SI ESTO ES UN HOMBRE...AQUELLO OTRO ES UNA MUJER

¿O es al revés? El reto consiste en ser capaz de reconocerse, como lector o lectora de la novela "Mujeres con hombres", frases del narrador como: "Ella le atraía de una modo sorprendente, pero no físicamente".

O en estas preguntas que se hace el bueno de Austin, y que también nos muestra su narrador, al que parece haber contratado para que nos cuenta su vida: "¿Qué es lo que uno anhela en el mundo? ¿Qué lo que uno anhela más en el mundo, cuando ya ha experimentado mucho, ha sufrido algo, ha perseverado, ha intentado hacer el bien cuando el bien se hallaba a su alcance? ¿Qué es lo que esta experiencia nos enseña, qué provecho sacamos de ella? Que la memoria del dolor, pensó, Austin, se va acumulando y va cargando un gran peso - un peso aleccionador - sobre el presente, y que lo que uno ha de descubrir es lo siguiente: la consecución, entre seres humanos y en circunstancias normales , de aquello que es posible aunque también valioso y deseable".

O en el hermoso pero estremecedor diálogo que protagonizan Charley Matthews y Helen Carmichael:
"- Bueno, entonces ¿qué lo que sientes? - dijo ella -. Por mí, me refiero.
- Te amo - dijo Matthews -. Eso es lo que siento.
- Oh, no saques eso ahora - dijo Helen. Matthews la sintió flaquear, como si lo que acababa de oír fuera una suerte de insulto -. Piensa en otra cosa. Piensa en algo mejor. Lo que has dicho no entraba en nuestro trato.
- Entonces no sé que decirte- dijo Matthews, y era verdad.
- Bien, entonces no me digas nada - dijo Helen -. Comparte conmigo, en silencio, los momentos felices. Deja las palabras al margen.
- Se supone que soy bueno con ellas.
- Lo sé - dijo Helen, sonriendo sin demasiado entusiasmo".


No se puede ser bueno en todo siempre, supongo.

O este otro momento en el que el narrador nos muestra: "Helen dominaba la vida, apartaba a un lado los intereses ajenos y visualizaba con claridad los propios, y presuponía que los de Matthews eran los mismos que los suyos".

Si fuéramos capaces, repito, de ir reconociéndonos en estas frases o en otras similares, y en los universos mentales y físicos que sugieren, que en los relatos de Ford hay a mansalva, cada lector y lectora a su ritmo y manera, con sus palabras y sus imágenes, con sus dudas e interrogantes, el encuentro en ese otro mundo que es la literatura dejaría de ser impensable. Y comenzaría a hacerse posible. Pues ya sabemos lo que podemos esperar de esos mismos hombres y mujeres, y de todos los demás, fuera de la literatura y en el mejor de los casos: que la vida que conocemos nos la hagamos lo más soportable posible, pudiendo hacer lo que sabemos hacer bien. Eso que los antiguos llamaban, sin aspavientos ni propaganda, la felicidad. Teniendo en cuenta, valga la paradoja, que ese maravilloso artificio narrativo que llamamos amor no es algo que esta vida nuestra se pueda permitir el lujo de ignorar, sin percibir como las grietas de su deterioro se agrandan. O de otra manera, como dijo Goethe "sobre las rosas se puede poetizar, tratándose de patatas hay que comer".

viernes, 27 de mayo de 2016

MUJERES CON HOMBRES, novela de Richard Ford

Lo que al final hizo que me decidiera a leer estas tres historias de Richard Ford entre hombres y mujeres, o mujeres y hombres, fue que siendo este uno de los asuntos de los que más se habla, también nos proporciona la magnitud y el alcance de los malentendidos que genera y con los que se contamina la ya precaria comunicación en el mundo. Todo ello, la mayoría de las veces, vive entre dos obcecaciones: "te quiero mas que a mi vida" y "no quiero volverte a ver, sal para siempre de ella". Las cuales no pueden evitar dejar al descubierto la fragilidad que hay debajo de la apariencia de su sólida contundencia: uno no es como se ha enamorado del hombre o la mujer de su vida y al enamorarnos no hacemos otra cosa que ofrecer lo que no tenemos a alguien que no es. Pero, a pesar de estas enormes paradojas, vale la pena desenredar esa madeja que son las relaciones entre los unos y las otras. O viceversa.

Abandonando el ámbito propio de la vida y metido ya en el de la literatura, que es donde voy a intentar pensar sobre estos asuntos a partir de las historias que nos propone Ford, lo primero que me doy cuenta es que en las relaciones personales no podemos convivir con un exceso de verdad. Sencillamente porque uno no puede perderse en ellas al mismo tiempo que darse por perdido. O porque no se puede sentir que va todo bien, temiendo al mismo tiempo que nunca las cosas estuvieron bien o que nunca pueden llegar a estarlo. En fin, que no se puede estar en misa y repicando. Esas mentiras nos permiten disfrutar, al tiempo que nos ciegan, de uno de los deseos mas anhelados por los seres humanos, la inmortalidad. No hay nada que nos haga sentirnos mas cerca de ella como dejarnos llevar por la fe de que hay alguien por ahí que nos desea y nos ama.

Por eso las cosas entre hombres y mujeres que pasan en la vida solo pasan y se conocen en la vida. Solo pasan cuando nos pasan, y nunca mas vuelven a pasar ni las volvemos a conocer de esa manera. Pero las cosas entre hombres mujeres que nos pasan en la literatura, bien como escritores o como lectores, no suceden, como en la vida, están pasando siempre, lo único que cambia es la forma de su representación y reconocimiento. Atención a la diferencia entre conocer y reconocer. Aquí está una de las claves de la lectura de los relatos de Ford. Conocemos, cada uno por separado, en el ámbito de nuestra vida, pero todos nos podemos reconocer, es decir, aprender en este caso, dentro del campo de acción de los personajes de "El Mujeriego", "Celos" y "Occidentales".

Esta irrupción de la literatura en nuestra vida, este intrusismo voluntario de lo de siempre en lo coyuntural de nuestras existencias, del reconocimiento en lo que ya de sobra conocemos sirve, pienso yo, para dos cosas. Una, para liberarnos de aquellas obcecaciones que pueden llegar a acabar con nosotros, y dos, para dar paso a una forma de entender las relaciones entre mujeres y hombres acompañadas, sin manías, de su corte de placeres y desdichas, de eternidad y olvido, de elevación y caída, en fin, de lo que todavía esta crudo y de lo que ya está cocido.

Lo quiero decir es que, ya que va a ser difícil o imposible no dejar de estar bajo su influencia, las relaciones entre hombres y mujeres nos deberían servir para acercarnos con más tino e imaginación a los misterios de la vida. Que continúan siendo los que permanecen ocultos en esos mismos hombres y mujeres que están por ahí, más o menos cerca.

jueves, 26 de mayo de 2016

¡EUREKA!, EN LO ALTO DE "EL FINAL DEL DESFILE"

Al final conseguí llegar a la cima. Cansado, literalmente muy cansado. Pero satisfecho por lo que he aprendido y por lo que tengo que aprender, y que la experiencia de la lectura me ha dejado, sin paliativos, al descubierto. Tanto en la actividad lectora como en la de la vida. 

He tenido que seguir la corriente del pensamiento. No al pensamiento.  Lo repito, porque me ha costado darme cuenta, la corriente del pensamiento. Antes de que ésta se congele en forma de teoría, principio, libelo o dogma. Antes de que se apropien de ella los expertos, o "los listos", o los predicadores, y cambien en nuestro cerebro y en nuestro corazón su curso natural.

La novela "el final del desfile" discurre arrastrada por los flujos del pensamiento que van y vienen entre la cabeza y el alma de los personajes. Y, claro está, entre los personajes y yo como lector. Envuelta por sus incurables deseos y su pertinaz codicia. Nada pasa en la superficie. Todo se mueve de dentro afuera. Y nunca va en línea recta. Si nos fijamos, como en nuestro propio trato con la vida. Lo que sucede fuera es una representación de lo que pasa dentro. Los personajes son todo lo que hay detrás de lo que aparentan ser. Los  delatan las palabras que dicen y las costuras con las que, inútilmente, intentan presentarse de una pieza en sociedad. Hasta las trancas, todo en ellos es ambigüedad. Nada es blanco o negro. Y es inútil poner delante las reglas o prejuicios que nos protejan, como si el texto fuera una amenaza. Esto es lo que más me ha costado aceptar y a lo que más me ha costado adaptarme. Sin embargo, inacabada y frágil como es nuestra naturaleza, al final no me queda mas remedio que reconocer que no podríamos subsistir sin la ambigüedad. Sin su cobertura. Es nuestro ADN. Perdón por la cursilería.

Dije en la anterior entrada que no existía ese sitio amable, en plan "a mi me las den todas cocinadas y masticadas", desde donde poder leer "el final del desfile". Pero con ello no quise decir que no hubiera ningún sitio desde donde leer. Vamos, no dije  que fuera ilegible e impenetrable. Existe el sitio, lo que ocurre es que es móvil, y es el lector quien tiene que ir a buscarlo, participando, desentrañando, ordenando lo que lee, página a página, capítulo a capitulo, ya que es un relato prolijo, lleno de detalles, hechos y caracteres. Existe el sitio en el texto y el narrador nos proporciona las llaves para entrar en cada rincón y subir a cada arista. Para caminar por él, habitándolo con toda la intensidad y el rigor de que seamos capaces. Nada mas hay que evitar restringir la propia identidad ante un universo tan expansivo y complejo. Y luego poner mucha atención y coraje. Lo demás es ir abriendo puertas. Para entender así que, con nuestra experiencia lectora, podemos llegar a donde de verdad importa.

miércoles, 25 de mayo de 2016

LEER "EL FINAL DEL DESFILE", ES COMO SUBIR UN OCHO MIL

De repente, de una forma inopinada hasta ese momento, con el reloj en una mano y la calculadora en la otra, nos damos cuenta, cerca ya de cumplir la cita ineludible con el medio siglo, que nos queda menos tiempo por vivir que el que ya hemos vivido. E igualmente, de forma no prevista, siendo ese descubrimiento no otro que lo que significa ser adultos, nos tienta el querer ser felices como niños. Así de aturdidos damos un salto de gigante, y creyendo ir para atrás nos hacemos, sin quererlo, anticipadamente viejos.

"El final del desfile" es una novela, en el pleno sentido de lo anterior, para adultos. No para viejos, ni para niños. Es radicalmente, y en toda su crudeza y complejidad, una novela para lectores adultos. Ese breve lapsus de lucidez que nos concede la vida, entre las arrebatadas fiebres infantiles y juveniles, y el chocheo senil. Para entenderla, para aproximarnos humildemente a su misterio. Por ello tiene todos los ingredientes que la convierten en una de las cimas de la literatura. En un Ocho Mil, por concebir en términos alpinistas el esfuerzo que hay que hacer al leerla. Tiene las palabras, todas las palabras, para que no quede ningún rincón y ninguna arista sin ser auscultados con toda minuciosidad. Y tiene los personajes que esas palabras forman y conforman, y que se alojan en lo mas oscuro de esos rincones y en lo mas empinado y áspero de esas aristas. A los que hay que seguir, rincón a rincón, arista a arista, con todos los sentidos puestos encima de lo que nos dice ese impagable sherpa, o narrador, que nos guía en la dura y asfixiante ascensión.

Ya sin cronómetro y calculadora, a pleno pulmón, con el corazón abierto y el cerebro despejado, ¿cómo no reconocer en nuestra propia experiencia la maldad endiablada que anida en el alma refinada de Silvia Tietjens? ¿Cómo nos puede pasar desapercibido el lento proceso de momificación de su marido y su cuñado? ¿Y qué decir de esos seres, que me gustarían que fuesen angelicales, Valentine Vannop y Maria Leonie, pero que indefectiblemente colaboran sin querer, o queriendo, en la maldad de la una y en la momificación de los otros? Como toda esa tropa de subordinados, inevitable y necesaria carne de cañón de las tenebrosas y perversas cuitas entre malvados y momias, que tanto me levantan la ternura como me sumergen en la mas angustiosa e impotente desesperación. Y fluyendo entre todos ellos, como en retirada o bajo el efecto guadiana, la influencia sutil del veneno del general Campion.

Con mucho tino el narrador nos describe la vida en las trincheras y en la retaguardia. La guerra no la vemos. Como ahora mismo, todos chapoteamos cada día en la trinchera que nos ha tocado, pero no vemos la guerra que tenemos encima. Ni la carne de cañón que somos. Ni la ceguera que padecemos. Todo eso que nos sujeta y nos obliga, y que, también, marcará nuestro destino. Y en la retaguardia, un avispero de viejos y roñosos aristócratas del siglo XX que se acaba, en pugna feroz y a muerte con los oportunistas que se pondrán al frente del nuevo siglo XXI que comienza. En fin, la vida adulta. Fiel a ella misma, siglo a siglo, generación a generación.

Con vana ilusión querríamos leer esta novela desde ese lugar amable, al menos, donde pudiéramos quedar al amparo de su pesada, negra y desolada influencia. Pero me temo que, con "El final del desfile", va a ser que no. Ese lugar no existe. Aún así, no desaprovechemos la ocasión de aprender todo lo que podamos con su lectura. Tiempo habrá, mas pronto que tarde, de volver a leer y a mirar el mundo como cuando entonces.

martes, 24 de mayo de 2016

YO SEGUIRÍA ESCUCHANDO A "EL FINAL DEL DESFILE"

Algún lector tienen una preocupación angustiosa, obsesiva, diría yo, porque pase algo, porque le pase algo a alguien, porque todo vaya mas rápido en la novela de "El final del desfile". Pero no dice qué quiere que pase, ni hacia donde, ni en que dirección quiere que pase, ni por qué debe ir todo más rápido. Cielo santo, ¡qué bello sería vivir así! Cuando las palabras contaran exactamente lo que dicen. Así la guerra y la maldad humana serían solo un paréntesis, un lapsus fugaz y transitorio en el logro de la vida buena. No serían jamás unas de sus partes inherentes y constitutivas.

¿Por qué lo que pasa y lo que le pasa a Tietjens no le interesa a ese lector apresurado y argumental? ¿Por qué no le interesa donde le pasa y cómo le pasa, y para qué le pasa?¿Por qué no fija su atención? ¿Por qué no activa su perplejidad? Pero lo más intrigante, ¿en que lugar de su máximo interés se encuentra mientras está leyendo, hasta el punto de querer verse ahí con Tietjens y los demás protagonistas? ¿Por qué mejor ahí que en las trincheras o en los cuarteles? Digo más, ¿qué me estoy perdiendo al no querer estar en ese ahí, al gastar mi tiempo siguiendo el acabamiento lento y cruel de un hombre derrotado, que a duras penas le queda aliento para llegar al día siguiente? Y por último, ¿cuánto dura la agonía moral de un ser humano? ¿Cuáles son sus infinitos pliegues y recovecos mientras llega el final? ¿Cuántas sus caídas y cuántos sus ascensos, cuántas las traiciones? ¿Se pueden medir y acotar en un número estipulado de páginas? ¿A qué velocidad tiene que ir todo ese complejo entramado existencial para poder sentirlo mientras se lee, y para que después adquiera sentido ante nuestra mirada? ¿Lenta, muy lenta? ¿Rápida, muy rápida?. Me gustaría saberlo.

¿Qué hacer, mientras tanto? Yo seguiría escuchando. Es sólo una cuestión de atención y paciencia. Dos atributos que vamos a tener que usar con frecuencia en los tiempos que se avecinan. Si nos fijamos, no muy diferentes a los de Tietjens hace casi cien años.

viernes, 20 de mayo de 2016

SI FUÉRAMOS COMO DIOS MANDA...

Si lady Sylvia Tietjens hubiera sido una esposa sosegada, capaz de hacer feliz a su marido y envejecer en paz con él, no existiría en la literatura. Lo mismo le pasaría a mister Christopher Tietjens, si se hubiera comportado como un funcionario convencional de su Divina Majestad, dedicado a medir y contar la buena salud del Imperio, no a sentir y padecer sus desvaríos a pie de trinchera. Y si la señorita Valentine Wannop hubiera sido una sufragista y pacifista como mandan los cánones modernos, no se habría enamorado de mister Tietjens. Ladys, misters y señoritas sufragistas así existen a mansalva en el entorno de nuestra existencia, pero sólo en “El final del desfile" con la inequívoca especificidad que los leemos. Si abandonamos, durante unas horas al día, la lucha por la vida, y primero tratamos de escucharlos y después de entenderlos, dejaremos de formar parte de esa rutina indiferenciada, alcanzando el estatus privilegiado de ser el lector distinguido que aquellos singulares protagonistas exigen y demandan.

Por eso la novela de “El final del desfile” no va sobre política, ni sobre historia, ni sobre el paisaje de la guerra. Va sobre los seres humanos que la habitan y la recorren, sobre sus pasiones desbordadas, sobre los amores infelices, sobre las ambiciones que no tienen cura, ni fondo. La codicia y el deseo. Por eso parece no tener fin, ya que no hay manera de medir y contar lo que pasa en su seno. Por eso me pierdo una y otra vez, y tengo que volver a encontrarme una y otra vez, y reconciliarme con la novela y sus protagonistas, ya que no hay manera de que me ofrezcan una tranquilizadora cuenta de resultados. Pero es que yo, me doy cuenta mientras leo, tampoco soy como dios o la modernidad mandan.

jueves, 19 de mayo de 2016

CONTRA EL ABURRIMIENTO: UN ENTUSIASMO

Para desarrollar las cualidades propias del arte de la lectura, previamente hay que adquirir la disposición de ánimo que a aquellas mejor les conviene. En primer lugar, y sin demora, lo vuelvo a repetir una vez más: humildad, mucha humildad. Sobrevivir en la lucha por la vida (al ataque o a la defensiva, con el uniforme de guerrero o de pacifista, pretendiéndolo o sin darnos cuenta) nos va haciendo  orgullosos, en el mejor de los casos simpática y dulcemente orgullosos. Y es que hay que tirar "pa lante". Sin embargo, para leer literariamente lo inaplazable es meter nuestro orgullo en el congelador, sin ningún temor a perder por ello nuestra honorable reputación como seres vivos.

No hay textos aburridos, lo que hay son lectores miedosos y sin un ápice de coraje (la cara oculta del orgullo). Temerosos y pusilánimes, me refiero, al tratar con las dificultades a que nos somete el lenguaje literario. No aludo a los miedos conocidos, que por eso mismo ya no son miedos, sino a los que sentimos que están ahí pero que no sabemos su forma y, por tanto, el ámbito y la intensidad de su amenaza. Estos son los verdaderos miedos. Esos que aparecen cuando a cierta edad todo se empieza volver retrospectiva, y cuesta tanto mirar de frente. Hasta tal extremo somos así, que cuando se nos pone delante una cima o un pozo sin fondo, que a todo hace, como “el final del desfile” es más que previsible que nos estimule sentimientos como aburrimiento, fastidio, desgana, malhumor, disgusto, empalago, aversión, cansancio, tedio, hastío, y, como no, ese otro sentimiento que tanto nos gusta resumir en una única locución tan castiza como inane, ya que lo mismo vale para un roto como para un descosido: ¡¡vaya coñazo!! Y si nos estimula esos sentimientos, claro está, no nos puede animar a relacionarnos, y a experimentar hasta donde, con estos otros, que son los propiamente literarios:

1. Las audacias estilísticas con las que el narrador consigue una espléndida sinceridad.
2. El ahondamiento en la complejidad y contradicción infinita de los hombres y las mujeres que protagonizan la historia, de sus hechos y sus objetos, que no son tan pasivos como creemos. Me refiero a la explicación o muestra comprensible de todo eso y de sus procesos, que nos pueden parecer menores cuando permanecen inexplicables e incomprensibles, cosa de locos o de gente rara y de otra época, no de humanos o de gente normal de hoy como nosotros, y que por eso pensamos que no acaba de concernirnos del todo. ¡Muy importante!, para justificar el tono y el ritmo del texto, su aliento. De otra manera, para justificar las inagotables mil páginas de la novela.
3. Los extensos diálogos entre los protagonistas que respiran bien y están logrados, y que son una expresión de la prosa narrativa que el genio del narrador utiliza.
4. En fin, un relato en el que el narrador no es que se desentienda del lector, sino que lo que espera de él es que sea humilde, fuerte y corajudo. Así, por este orden.

Leer “el final del desfile”, como cualquier práctica creativa, es una ocupación dispendiosamente inútil, si la comparamos con el buen número de tareas con las que ocupamos nuestro tiempo (el del reloj). No seré yo quien se ponga a discutir sobre esto. Un best seller, un buen best seller, nos puede arreglar el verano colmándonos de halagos y cucamonas. Pero “el final del desfile” no vale para esa efímera felicidad, sino para entender el mundo, para entendernos dentro de él. Y la sabiduría nadie ha dicho que se tenga que suspender en verano o en cualquiera otra estación del año. La sabiduría es una precipitación misteriosa que surge de la combinación entre los momentos de felicidad con los de enfrentamiento con nuestros miedos. 

Sea, pues, lo que he dicho, pero ahí sigue a mi lado “el final del desfile”, que no se ha ido. Desafiante, abigarrado, atrayente en su imponente ambigüedad. Como antes aludía, a veces como una cima escarpada, a veces un pozo sin fondo. Cuando leo, a veces me falta el oxígeno y a veces la perspectiva. Supongo que como en el Everest o en Krubera-Voronya. El techo y lo mas hondo del mundo físico conocido. Pero en ningún caso nada que ver con las excursiones que hago por la Albera o por la Plana. Y, sin embargo, todas son actividades dentro de la naturaleza. Como en el caso de la lectura de “el final del desfile”, o de los best sellers, lo son dentro del lenguaje. Lo que cambia es la temperatura y la luz. Ahí radica la importancia de lo que la novela de Ford Madox Ford tiene dentro, y eso, es lo que voy descubriendo y sintiendo, creo que es demasiado importante para perdérmelo.

Sería incongruente, ya que hemos decidido leerlo, no aprender, lo primero, a adecuar el cuerpo y el alma a los males de altura y de oscuridad. E, igualmente, sería necio despreciar, ningunear, ridiculizar,... todo aquello que ignoramos, o en un principio está fuera de nuestro alcance, con el único argumento del desprecio, el ninguneo o el ridículo. Aprender es una aspiración muy loable, pero todos sabemos, excepto los que viven de la industria del optimismo antropológico, que para que sea efectiva y se obtenga de ella algún tipo de beneficio, hay que ligarla inexorablemente al esfuerzo permanente.

Aprender, leyendo “el final del desfile”, no significa añadir mas información o conocimientos a los que ya tenemos. Para eso están los libros de historia, economía, sociología, filosofía, etc., que los hay y muy interesantes, por cierto. Aprender, leyendo “el final del desfile”, significa descubrir y sentir las formas que adquieren todo eso que conocemos o de lo que estamos informados mediante esas disciplinas y por nuestra propia experiencia. No buscando halagos y cucamonas, que sin mesura acaban por adormecernos, sino lo que no sabemos pero que podemos llegar a saber gracias a que está así escrito. Buscando eso que nos mantenga siempre despiertos, ya que nada puede ser dado por acabado y definitivo.

miércoles, 18 de mayo de 2016

LOS TEMEROSOS DE LAS PALABRAS DE "EL FINAL DEL DESFILE"

¿Herederos naturales de los antiguos creyentes, temerosos de la Palabra de Dios? Dirán que ni hablar y todo lo demás. Pero lo cierto es que no hace tanto tiempo de aquello.

En fin, el dilema no es: leer o no leer, para luego escribir o no escribir sobre lo leído. Ese dilema es, de suyo, estéril. O es un dilema, en todo caso, de quienes hacen turismo con las palabras. Tengo que leer y escribir sobre lo leído porque, si no lo hago, les estoy sustrayendo a los otros lectores que me acompañan aspectos o matices de lo que va siendo mi experiencia con la lectura, que pueden ser de un interés compartido (pensar lo contrario equivale a tener que interrogarse sobre lo que hace uno leyendo entre otros lectores). Ese es el pacto de responsabilidad que se adquiere al leer en compañía. O como también digo, llegar a la cita con los deberes hechos. No con los deberes bien hechos, ni impecablemente bien presentados, ni para obtener una mejor nota. Esa cita no es una cita académica, cierto, pero tampoco lo es de una peña futbolística, ni una cita televisiva o radiofónica. Es un tiempo de intercambio, sereno y meditado, del trabajo que cada lector ha hecho con su lectura, donde tener razón es una cosa de pobres y hacerse entender lo es de gigantes. 

Por asociación, me acuerdo de eso que dice Shakespeare en Macbeth:  “La vida no es más que una sombra andante, jugador deficiente, que apuntala y realza su hora en el escenario y después ya no se escucha más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada.” Es el uso que sea capaz de hacer de la ironía, algo por otro lado bastante escurridizo, lo que mejor me puede ayudar a colocarme delante del narrador de “El final del desfile”. Ironía, no para reírme de lo que me cuenta como si fuese un idiota o un plasta de principios del siglo pasado, sino para poder llegar a tomármelo en serio hoy, como él intuyo que pretende. Para que todo ese ruido y toda esa furia que se avecina, no acabe por devorarme, o desanimarme, lo que me obligaría, para evitarlo, a tener que tirar la toalla, amenaza siempre presente hasta que no consiga mirar cara a cara al narrador y a lo que me cuenta. Hasta que me haga, no con el relato, sino al relato.

martes, 17 de mayo de 2016

EN ESTAS ME ENCUENTRO

Noto que la primera dificultad estriba en hacer compatible la lectura de la novela de Ford Madox Ford, "El final del desfile" con tener que seguir tirando de la vida. Ésta con sus arbitrariedades, su incompetencia para dotarse de sentido, preñada de insulsas repeticiones o de saltos sorpresa, su urgencia por que siga pasando algo como sea y al precio que sea. Sus atolondrados y desquiciantes eventos. Aquella con su rigor, su minuciosidad en las exposición de los detalles, su morosidad en el desarrollo de los hechos que conforman la acción narrativa. La definición del espacio y del tiempo donde he de alojarme. La vida con su exclusivo y excluyente ruido exterior, y sin que haya nada ni nadie se encarguen de poner orden en todo ese jolgorio. La lectura de la novela con su estratégica combinación entre lo que ocurre fuera y lo que se mueve dentro de los personajes, y todo hábilmente conducido por la mano de quien está al frente del relato, el narrador, que sí es alguien, identificado o no, que tiene una voz concreta, y no otra, la que oigo desde las primeras palabras. Y lo noto porque es ese ruido y arbitrariedad del ambiente lo primero que tengo que aprender a dominar para que el salto de la vida a la lectura, y viceversa, no sea siempre un constante volver a empezar de cero. En roman paladino, lo que mas me cuesta es meterme en la historia y que la historia se meta en mí, saliendo mas fuerte y más sabio de la experiencia. Por más que haya leído mucho, siempre me tengo que enfrentar a ese muro. A diferencia de la lectura informativa o ensayística, la lectura literaria o narrativa no es acumulativa.

No es fácil mantener la atención delante de las conversaciones con que se presentan los personajes de la novela. Acostumbrado a oír a hablar a mi alrededor de la manera sobre la cual no hace falta que me extienda, se pueden imaginar el esfuerzo de concentración que tengo que poner en el asunto. Y no tiro la toalla, porque son personajes que dialogan ante mí haciendo un uso de las palabras que me transmiten la sensación de que con ellas todo es posible, enmudeciendo el tiqui taca de fuera - de eso sí me doy cuenta -  retándome implícitamente a que haga lo propio. No por un alarde de vanidad o arrogancia, que no son atributos propios o intrínsecos de los personajes literarios, sino porque entiendo que es la forma que tiene el narrador de decirme que lo que me va a contar va para largo y, sobre todo, va en serio. Que ese es el aliento y el lenguaje que ha elegido, y que si quiero seguirlo en tal aventura debo aunar todas mis energías y concentración en la dirección que me indica, y vestirme con las mejores galas de mi experiencia lectora cada vez que me ponga delante de "El final del desfile".Que para oír por oír, o hablar por hablar, en chandal y con las chanclas puestas, ya tengo todas las otras horas del día. En estas me encuentro.

viernes, 13 de mayo de 2016

EL FINAL DEL DESFILE, novela de Ford Madox Ford

"Los dos jóvenes - ambos pertenecientes a la clase funcionarial inglesa - iban sentados en un vagón de ferrocarril perfectamente equipados". 

Teniendo en cuenta que el lenguaje depende para su existencia de los interlocutores que lo animan (lector incluido) y de las circunstancias en que estos interlocutores se pronuncian, cabe afirmar que la frase anterior, con la que se inicia “El final del desfile”, no significa absolutamente nada, a menos que sepamos ¿quién la dice? ¿a quién se le dice? y ¿para qué se dice? De nada sirve, por tanto, a nuestros intereses lectores literarios, eso que hemos denominado como una experiencia con el lenguaje, si desde las primeras palabras no ponemos esas preguntas en el frontispicio de nuestra forma de sentir y de pensar, que no nos han de abandonar durante las casi 1000 páginas que nos esperan por delante, y al alrededor de las cuales se han de tejer todas las expectativas que se nos vayan creando, envueltas con su inevitable correlato de luces y sombras. Preguntas que apuntan no a lo que dicen las palabras sino a lo que cuentan. Es ese desnivel entre lo que dicen (lo que se ve) y lo que cuentan (lo que queda oculto) el que acabará por definir los relieves y los contornos de la perspectiva que ofrezca el texto a nuestra mirada.

Un ejemplo. Todo el mundo admite que hay una diferencia entre oír decir a alguien que le duele la cabeza y que diga que la cabeza le está a punto de estallar, o que vaya más allá y diga: tengo la cabeza como si tuviera un animal dentro dando patadas al cráneo. En el primer caso el personaje no se ha comprometido con su dolor más que desde un punto de vista informativo y, por tanto, no ha podido comprometer a su interlocutor, el lector. Muy distinto son los otros casos en los que los dolientes muestran expresa su voluntad  de relacionarse con su dolor y de ofrecer la explicación que ese dolor les merece. Cómo es su dolor y como lo sienten. Y también, debe traducirse, si están preocupados, si están al límite, y, dependiendo de las circunstancias de los enfermos, si tienen miedo.

De nada vale, en fin, esperar a ver que pase algo, sencillamente porque ya está pasando, y porque eso es ponerse en manos del argumento, la tramoyita o la historieta, “quedarse quieto parao”, y abandonar la responsabilidad y el compromiso que comportan la experiencia con el lenguaje antes aludida, que ineludiblemente cae del lado del lector desde esas primeras palabras.

Estoy en el principio del final del desfile, llevo leídas las primeras sesenta páginas, y ya puedo decir, con todo lo que ha pasado, que tengo la sensación de que tendré que hacer un gran esfuerzo para salvar el desnivel que antes mencionaba. El narrador, que de momento parece contar la historia sin inmiscuirse en ella, me ha presentado unos personajes que son cualquier cosa menos transparentes (entendiendo la transparencia, no como sinónimo de la claridad, sino cuando lo que se dice y lo que se cuenta significativamente valen lo mismo). Destaco dos perlas que certifican lo que digo. En la primera Sylvia Tietjens habla así, en un momento de su largo y brillante diálogo con el padre Consett:

“Lo sé una se aburre..., se aburre..., se aburre. No puede contarme nada sobre eso que yo no sepa. Tengo treinta años. Sé lo que puedo esperar. (...) ¡El viejo truco del hogar! ¡Y lo creo! Lo creo. Lo único que ocurre es que odio a mi marido..., y odio..., a mi hijo. – Se interrumpió, esperando oír las exclamaciones de consternación o desaprobación del sacerdote. Pero no oyó ninguna. - Piense en el daño que me ha hecho ese niño, en el dolor de traerlo al mundo y en el miedo a la muerte.
- Por supuesto – respondió el cura – dar a luz es terrible para las mujeres".

Unas páginas antes el marido (tory) de Sylvia le contesta así a su colega Macmaster (whig), también dentro de un poderoso diálogo que mantienen entre ellos.

“Sí, una guerra es inevitable. En primer lugar, están los tipos como tú en los que no se puede confiar. Y luego está la multitud que quiere tener cuarto de baño y esmalte blanco. Millones de ellos repartidos por todo el mundo. No solo aquí. Y no hay suficientes cuartos de baño ni esmalte blanco para todos. Lo mismo pasa con vosotros los polígamos con las mujeres. No hay suficientes mujeres en el mundo para satisfacer vuestros insaciables apetitos. Y no hay suficientes hombres en el mundo para que cada mujer tenga uno. Y la mayoría de las mujeres quieren varios. Por eso hay tantos divorcios. ¿Supongo que no irás a decir que como sois tan justos y circunspectos no habrá mas divorcios? Pues bien, la guerra es tan inevitable como el divorcio..."

Por último, y de momento, junto a aquellas preguntas, me he hecho acompañar de una frase que representa con acierto el tiempo en el que estoy leyendo esta novela. Dice así: leo el final del desfile en el momento que aquí se está produciendo el final del recreo. Otro desnivel. La vida y la lectura están llenas de "trampas y obstáculos", y aprender no es otra cosa que tratar de "esquivarlas y superarlos". 

jueves, 12 de mayo de 2016

INVITACIÓN

Cuando invito a alguien a participar en la Tertulia de Lectores siempre pienso, antes que en su momento de gloria como lector – ese que me ayuda a entender mejor a su lado la novela o el cuento que nos haya convocado – en el momento de su traición, que es también el de mi fracaso. Y todo viene a cuento de que bien el anfitrión, servidor, o el invitado no nos hemos hecho entender suficientemente como para saber, de una vez por todas, que hacemos ahí juntos delante de un narrador que reclama por igual nuestra atención.

En lo que a mí respecta como anfitrión, tengo claro que invito al lector, como la Dirección General de Tráfico obliga anualmente a los coches a hacerse la ITV, o como los médicos de cabecera recomiendan a los ciudadanos a hacerse un chequeo periódico sobre el estado de su salud, o como lo dentistas nos recomiendan una limpieza anual de nuestra boca. Y lo hago convencido de que el lenguaje, al igual que los coches y el cuerpo, se desgasta con el uso cotidiano al que lo sometemos. Perdiendo por causa de ese uso indiscriminado o abusivo la principal función a la que está destinado como seres de razón y habla que somos, a saber, renovar nuestra condición irreductible de ser seres simbólicos en el proceso de la comunicación con los otros. Dicho de otra manera, nosotros sólo podemos acceder a la realidad mediante símbolos o metáforas interpuestas. Como tal realidad en si está vedada a nuestros sentidos. De otra manea mas, nosotros no hablamos directamente de lo que vemos o percibimos, sino de lo que hacemos con lo que vemos o percibimos y de lo que hace con nosotros eso que vemos o percibimos. El lenguaje humano no es competente respecto al trato con la literalidad de la realidad, sino con el de su representación.

Si sabemos lo efectos que se derivan del desgaste del coche o del cuerpo, pero no tenemos conciencia de lo que ocurre cuando se nos desgasta el lenguaje cotidiano. Aquí reside el principal escollo. Hablamos y hablamos, en esta época que vivimos más que nunca, pero creemos que siempre se nos entiende, cuando, muy al contrario, yo pienso que cada vez nos entendemos menos. La rutina del uso hace que vaya perdiendo su vigor significativo y quede únicamente, como si de una herramienta más se tratara, su valor instrumental. Como nos sigue siendo útil en nuestras transacciones diarias, nos despreocupamos de renovar aquel valor significativo que es lo mismo que renovar nuestra capacidad de pensar e imaginar. Hete aquí que, sin darnos cuenta, nos hemos incapacitado como seres de razón y de palabra, eso que nos diferencia de los demás animales que pueblan el planeta. Y al igual que los animales domesticados pierden su condición de cazadores o voladores, pudiendo solo subsistir en lugares cerrados y vigilados, los seres humanos sin capacidad de pensar e imaginar al haber perdido la capacidad de simbolización del lenguaje, solo podemos subsistir sin ser molestados en lugares donde no penetre ese aire desestabilizador y depurador al mismo tiempo, que arrastran tras de sí las palabras que han renovado su valor simbólico y significativo. 

Hecho el diagnóstico, la pregunta continúa: ¿cómo salimos de este embrollo en el que nos meten impulsos tan impuros como oscuros e ingobernables, tan poco medibles como la pereza, la vanidad, el desdén, la falta de valor y de coraje, etc., ocultos todos tras la armadura con que paseamos por la ciudad nuestro palmito profesional, familiar, social, personal,…? Pues de lo que se trata no es tanto hablar mejor o peor, es decir, quedar bien, sino decir algo sobre algo. No todo de algo, ni todo de todo, ni no saber qué decir, todo lo cual debería estar “penado” por la comunidad de hablantes responsables de la vitalidad simbólica y significativa del uso del lenguaje en la ciudad.

miércoles, 11 de mayo de 2016

CARTA ABIERTA A UN LECTOR DE "LOS BUDDENBROOK"

Lo que tiene entre las manos, querido lector, no es un libro que se titula "Los Buddenbrook", sino una persona desconocida que le habla desde un lugar que no tiene que ver con la cartografía. Que no tiene otra intención que contar bien y con eficacia lo que le cuenta. Que es, debido a esos atributos y a esas intenciones, fiable. Mucho más fiable, en el uso y manejo de las palabras, que su mejor amigo o amiga del alma, y de carne y hueso, en quien tanto confía y de quien tanto espera. Que aunque parezca verdad lo que le cuenta no deja de ser mentira, es decir, no deja de ser una ficción. Que no olvide, sin embargo, que la única manera de acceder a la verdad de una vida es a través de la ficción. Ya ve.

Dicho esto, ¿dónde está su problema? ¿En que sigue creyendo que al tener un libro entre las manos, deja la verdad a sus espaldas? ¿En qué mientras lee tiene la sensación de estar perdiéndose algo de mucho más interés, y por eso siempre lee mirando al retrovisor? ¿En qué lo que le cuenta el narrador le parece menos fiable que lo que le cuenta su mejor amigo del alma? ¿En qué, dentro de la soledad y el silencio de la lectura, este narrador le parece alguien poco corriente? ¿En qué está convencido de que lo menos fiable es lo más inhabitual? ¿En qué la verdad es, por tanto, lo habitual?

Cierto es que lo que tiene entre las manos es una conversación inhabitual, que produce esa sensación de estar hablando con alguien que es y que no es ajeno, alguien que no es ajeno pero que tampoco es usted. ¿Cómo quieres cambiar el mundo si no tiene el valor y la fortaleza para cambiar, primero, de conversación? ¿Es fiable como interlocutor, y vuelvo al principio, para esa persona desconocida que le habla desde ese otro lugar? ¿O sólo se fía como interlocutor de alguien conocido que le hable en su mismo lugar? ¿De dónde le viene su atribulación ante esta lectura, que puede acabar en indiferencia y aburrimiento? ¿Del ruido de las palabras que oye cada día en ese lugar donde vive sitiado y encumbrado, al que nunca llega la música de las palabras dichas en otros lugares y que nos entrelazan con ellos? Me refiero a la música de las palabras de siempre.

Convengamos, a ver si podemos entendernos, que lo que ocurre dentro de nosotros es demasiado rápido y arbitrariamente entremezclado con lo que la mayoría de las veces desconocemos - eso que llamamos el azar - para aceptar, sin poner antes de nuestra parte todo nuestro esfuerzo, lo que nos propone este narrador desconocido en esta conversación inhabitual. Al poner ante nosotros, mediante asociaciones infrecuentes y similitudes inusuales, lo que está ausente como si fuera presente, mostrándonos la apariencia como si fuera realidad. Haciendo de “este colosal engaño” la fuente primordial de nuestro placer en la lectura.

martes, 10 de mayo de 2016

EL MIEDO A LA VULGARIDAD

El reto mas interesante de la lectura de Los Buddenbrook es comprobar como va evolucionando la relación que ha de mantener el lector con quien le cuenta la historia, el narrador. De hecho este es el único reto ante cualquier lectura. Lo que tiene de particular cada una de ellas es cómo se presenta el narrador, y como lo recibe y se relaciona con él el lector. Ante este dilema el lector tiene dos opciones. Una, mantiene su postura inicial de observador distante, tratando al narrador y a lo que cuenta como objetos de laboratorio. En donde hechos los análisis correspondientes según los modelos que imperen, emite, si se lo piden, su diagnóstico. Un diagnóstico hecho bajo los auspicios del lema, que lleva más o menos en secreto, pero al que adora: “En este laboratorio Yo me he hecho a mi mismo y no le debo nada a nadie, y menos a este narrador de Los Buddenbrook que me exige que me ponga a su servicio”. Desde este punto de vista la historia de los Buddenbrook la recibimos y nos relacionamos con ella como cualquiera de las otras historias con que nos topamos diariamente. Siendo así, por tanto, que lo que nunca va a tolerar este “self made man”, mito sagrado que da cobijo al mundo grandilocuente en el que vivimos y hablamos, es que nadie le diga lo que tiene que leer y como tiene que leerlo. No va a tolerar, para decirlo de forma más directa, que ningún narrador – y no olvidemos que todos lo somos de lo que decimos - le confirme el destino vulgar de su existencia. 

Es aquí a donde quería llegar, dando entrada así a la segunda opción que antes he aludido, ya que pienso que ésta es la única misión de todo verdadero narrador, y donde se encuentra la principal dificultad de nuestra relación con él. La dificultad propia que padece todo lector snob, que, como Tony Buddenbrook (en representación cabal de toda su familia) tiene un miedo profundo a la vulgaridad. ¿Entre sus secretos, por cierto, cabe la posibilidad de que Tony haya conocido a Emma Bobary? ¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de irse a vivir a Munich, se hubiera casado con un francés teniendo que ir a vivir a París? ¿Leen bien la realidad todas estas "almas delicadas"? ¿O la sienten, como todas las "almas delicadas", igual que si tuvieran delante una inmensa grosería? Es casi imposible entender hasta donde ha llegado el mundo que habita la comunidad delicada de lectores actuales, heredera directa de la que representan aquellas mujeres y sus hombres, sin tener presente ese pavor a lo vulgar. Y ese miedo, o su reacción, que no es otra que la indiferencia, se acrecienta cuando al final de la experiencia lectora el lector no sabe quien le ha contado la historia. Quiero decir, esa historia, y no otra. Diferente sería si fuera, por ejemplo, Elisabet, la pequeña de la saga, la narradora de lo que leemos. Uff, que alivio. El lector snob volcaría toda su responsabilidad en ella. No poder identificar a quien te cuenta una historia tan larga, que además se presenta tratándote de tú a tú, mirándote a la cara, debería hacer quebrar la más sólida de las vanidades. ¿Por qué cuesta tanto reconocer que ante gigantes en el uso y manejo de la palabra, como es el narrador de Los Buddenbrook y lo son la mayoría de los narradores que nos visitan, los lectores aparecemos como unos vulgares enanos? ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar, que ese desnivel lingüístico y, por tanto, de perspectiva, es la medida del esfuerzo lector que tenemos que hacer si queremos aprender algo, tratando de ponernos a su altura? Aunque al tiempo que me hago estas preguntas reconozco, que el mito del “self man men” goza todavía, entre la mayoría de los lectores delicados actuales, de una muy mala salud de hierro. 

Lo que pueda aparecer en el alma de cada persona, si acepta las reglas que le impone el narrador de los Buddenbrook, debe tratarlo en su campo de acción como lector. Depende exclusivamente de él, la forma y el momento en que lo quiera comunicar a los otros lectores. Y si lo quiere hacer. No hay que olvidar, sin embargo, que si bien es verdad que trata con un "fantasma", también el narrador debe tener la misma sensación. Éste va diciendo lo que quiere decir y ocultando lo que le interesa, pero ¿qué dice el lector mientras tanto, el otro "fantasma" en liza sobre el escenario? No hay nadie mas misterioso, menos visible, en fin, mas “fantasma”, que un ciudadano con un libro entre las manos. Visión contraria a la visión literalista y transparente, trasnochadamente romántica, del lector snob, con la que normalmente se presenta en público a hablar de su trato con el narrador. Lector snob, y prodigiosamente ingenuo, ya que se cree a ciegas lo del trato de tú a tú. 

sábado, 7 de mayo de 2016

LAS HORAS GRISES Y EL SENTIDO FAMILIAR PERDIDO

Continuó la lectura de "Los Buddenbrook" y me doy de bruces con esto: 
"A menudo, cuando llegaban las horas grises, Thomas Buddenbrook se preguntaba cuál era en realidad la razón que le impulsaba a sentirse todavía superior a cualquiera de sus probos y toscos conciudadanos, pequeños burgueses y, al fin y a la postre, contribuyentes como él mismo. La fuerza proyectora de su imaginación , el idealismo vivaz de su juventud, se resumía así: trabajar en el juego y jugar en el trabajo, y luchar animado de una ambición mitad grave, mitad burlona, por unos objetivos con un valor puramente alegórico. Para ello, para estas empresas de alegre escepticismo e ingeniosa insuficiencia, se requiere gran dosis de energía, humor y ecuanimidad, y el senador Buddenbrook se sentía ya extraordinariamente fatigado y abatido.
Había alcanzado todo cuanto pudiera alcanzar y sabía perfectamente que el apogeo de su vida - se preguntaba muchas veces si una vida tan mediocre podía tener apogeo - había llegado a su fin".

Mas adelante, en el capítulo dos de la misma décima parte, el narrador dice: 
"Decídase para su satisfacción que, si respecto a su propia persona podía sentirse aniquilado y perdido, en lo que se refería a su hijo y sucesor nada le impedía alimentar sueños vivificadores para el futuro, sueños de actividad, de trabajo práctico y espontáneo, de éxito, poder, riqueza y honor...Sí, en este punto, su vida fría y artificial sentía el renacer de cálidas y justificadas preocupaciones, temores y esperanzas".

En las anteriores páginas ya intuía que la verdadera luz alumbra bajo el foco de las horas grises, que siempre son las más numerosas. De lo que se deduce que a esta novela no la ilumina el suspense, sino el misterio de las vidas de sus protagonistas. Del suspense se espera siempre un desenlace, pero del misterio es ilusorio esperar algo que no sea más misterio. El suspense de la vida radica en la necesidad de quienes la vivimos, que nos empeñamos, sin preguntarnos por qué y a cuento de qué, en que nos sorprenda. La vida, fuera de la influencia de nuestras necesidades, que siempre son obstinadamente desmesuradas, jerárquicas y finalistas, no tiene sorpresas, siempre ofrece lo mismo. La vida solo pasa, y además es más grande que nosotros, no lo olvidemos. Y eso es igual para los que tienen mucho como para los que no tienen nada. Para Tony como para Ida. Para los ganadores como para los perdedores. De eso nos quiere advertir Mann. Inventándose ese gran maestro de ceremonias que es el narrador, para que nos muestre que formas adquieren sus advertencias, para que aprendamos: como pasa la vida, sin que podamos aprehenderla. Un narrador que es omnipresente, pero no omnisciente. Un narrador que sabe de lo que habla, pero no estuvo allí cuando sucedió. Un narrador que no informa, cuenta. Diría más, un narrador que - si no estuvo allí, no puede recordar - imagina y cuenta los hechos como los imagina. O como ya dije, lo que pasa es porque lo cuenta así. Me refiero a que viaja por el tiempo con un solo medio de transporte: la palabra. Haciendo digresiones y utilizando la elipsis. Sacando partido a las rimas interiores de los detalles de esos hechos que muestra. Construyendo variaciones a base de modular y estirar los instantes. Un narrador que así va sabiendo en compañía del lector, y que "se ríe" de lo que va descubriendo: como los acontecimientos de nuestras vidas solo sirven para enmascarar, y hacer soportable, su misterio impenetrable. ¿Hay mejor manera de llevarse, al fin y al cabo, con tan abismal descubrimiento?

Los lectores literalistas volverán a decir que para eso no hacen falta tantas páginas, pues eso ya lo sabían. Y tal y tal. Pero, ¿qué saben, realmente, estos lectores? Es igual, no es esa la pregunta con la que conviven. Su fe ciega radica en el suspense. No habrán tenido reparo en leerse las ochocientas paginas del último betseller veraniego. En el fondo son lectores que no conciben su vida, ni siquiera en los momentos solitarios y silenciosos de la lectura, sin un fin o una solución. Siempre, claro está, que ese fin o esa solución se adapten, como un guante lo hace a la mano, a sus intereses y ambiciones.

Este es el reto que nos propone Mann al leer su novela. ¿Qué pensamos de verdad de nuestra vida? ¿Qué pensamos bajo el palio de sus horas grises y la dependencia de un sentimiento de pertenencia "familiar", cuyo sentido puede estar orientado a favor o en contra y según las épocas de nuestra existencia, pero que es ineludible e inexorable? Una vida sin suspense, sólo llena de la inaprensible inteligibilidad de sus acontecimientos, ¿merece la pena ser vivida? Fijémonos en el rango de esos hechos en la novela - y mediante una maniobra de vidas paralelas, fijémonos en los de nuestra propia vida - que el narrador insiste machaconamente en mostrarnos. Todos tienen similar peso narrativo. Los funerales y las bodas, los cumpleaños y las otras fiestas. Cuando llueve y cuando nieva, cuando hace frío o calor. Las diferentes y reiteradas maneras de atusarse el bigote que tienen los caballeros protagonistas. Los fracasos matrimoniales de Tony Buddenbrook. Su obsesión por mantener en alto la imagen de la familia. El senador Thomas Buddenbrook, el comerciante Thomas Buddenbrook y el cabeza de familia Thomas Buddenbrook. La frialdad musical de Gerda. La flaccidez muscular de Hanno. Los tapices del “salón de los paisajes” de la vieja casa de la Mengstrasse. En fin. Que ser feliz y no serlo viene a ser lo mismo. Que morirse no es para tanto. Que el dolor y el duelo por un ser querido es semejante a la celebración por el éxito de un buen negocio. Que el verano es parecido al invierno. Que amar y odiar, al igual que casarse y divorciarse, se dejan acompañar por músicas de equivalentes tonalidades. La vida pasa. A donde nos conduzca el cómo pasa - nos recomienda el narrador, y si no hay otro remedio - es decir, la medida, la jerarquía y la finalidad que le queramos dar al ponernos, o no, al compás de sus pasos, lo veremos con más lucidez bajo el foco de nuestras horas grises y cuando el desamparo sea tal que no nos permita sentirnos en casa. Y tengamos que abandonarla entonces, aunque nada más sea por unas horas, para buscar ese sentido perdido, contra todo pronóstico y a pesar de nuestro malestar, fuera de sus muros. Lo veremos aupados por su mejor perspectiva, si nos dejamos guiar por el rigor que proporciona el uso de la ironía.

Al leer y escribir, ¿no es justamente eso lo que estamos haciendo? Salir de "la casa familiar sitiada". Por las palabras gastadas y las frases inútiles.

viernes, 6 de mayo de 2016

LEER ES PONER A TRABAJAR NUESTRA IMAGINACIÓN

Lo primero que tendremos que discernir es saber si el narrador toma la palabra para contar la historia de una familia concreta, ya que siente la necesidad, porque cree que es justo, de salvar su memoria del olvido ante los lectores. O si toma la palabra, como consecuencia de un arrebato de su imaginación plasmado, a mi modo de ver, en la forma de un gran lienzo, para contarnos mediante los hechos de una familia cualquiera - que casualmente conoce bien - una evocación de que lo que somos los seres humanos de siempre, inmersos en el inexorable paso del tiempo. Según lo que discernamos, los Buddenbrook serán una familia ubicada cabalmente dentro de las coordenadas del espacio y el tiempo que les tocó vivir. Es decir, estaríamos ante una familia histórica o de época. Y deberíamos explicar a los otros lectores, entonces, que interés literario y poético puede tener eso para nosotros. O los Buddenbrook son un pretexto con rostro de un pasado, que podría haber sido cualquier pasado independientemente de su lejanía, para hablar del verdadero rostro del presente, de cualquier presente. Por supuesto, cien años más tarde de haber sido escrita la novela, también del nuestro. 

Sin este ejercicio previo de discernimiento será difícil que con nuestra lectura vayamos más lejos del consabido me gusta o no me gusta. Me aburre o no me aburre. Lo que quiero decir es que sin ese trabajo, a su vez, de nuestra imaginación, que se corresponde con el que ha hecho antes el autor al crear el narrador que conduce y manda sobre la novela, será difícil que adquiramos la condición de lectores que no sólo leen en silencio y soledad, y que nos aburrimos o no, sino que, por mor de nuestra propia imaginación, nos vemos impelidos y necesitados de decir a los demás lectores el fundamento razonado sobre lo que hemos leído.

Aunque tiene forma de folletin por entregas, la historia está exenta de suspense, y lo importante, por tanto, no está en el argumento. He elegido el lienzo, o la tela, o el muro, como la imagen que acoge la historia de los Buddenbrook, porque representa con acierto la ocultación en él del misterio de sus vidas. Y porque también permite la mirada de su reconocimiento dependiendo del ángulo de la luz que le proporcione al lector su estado de ánimo al leer. El narrador lo va desvelando a base de trazos y golpes de efecto, unos con sorna e ironía y otros de una gran resonancia poética, unos desarrollados con todo detalle y otros simplemente insinuados, pero ajenos todos ellos a las normas de cumplimiento y exactitud del devenir de los datos históricos, y a sus imposiciones morales. No hace falta insistir que los Buddenbrook, para decirlo con precisión, son los Buddenbrook de este narrador, y también de los lectores mientras leemos. Un narrador que todavía no sé si participa en la historia o todo lo cuenta desde fuera de ella. Y que lo que les ocurre a esta familia sucede en el momento en el que lo leemos, por obra y gracia del lenguaje que utiliza el narrador y de su manera de incorporarlo a lo que nos cuenta.

Cualquier imagen es válida, siempre que sea un ejercicio honesto de nuestra imaginación. De lo que de trata con ello es de superar, como dice Berger (el cuaderno de Bento), la perturbación que nos producen al leer las distancias temporales y espaciales, que al no saber como afrontarlas se acaban convirtiendo en acomodo y pasividad lectoras. La única forma de superar esas distancias, la única manera de conectar nuestro presente con el pasado o con el futuro es, lo repito, mediante el trabajo de nuestra imaginación. Disfrutando así plenamente de la cercanía de la intimidad, en que se convierte la lectura de los éxitos y fracasos de esta familia alemana de comerciantes decimonónicos.

jueves, 5 de mayo de 2016

ESCRIBIR SOBRE LO LEÍDO

Uno: a nadie se le puede obligar a leer.
Dos: a nadie se le puede obligar a escribir sobre lo que ha leído.
Tres: no se donde está el límite de este acto colosal de soberbia: "obligar" a alguien a leer lo que nunca antes se había imaginado que leería y además "obligarlo" a escribir sobre eso que ha leído. 

Si hacemos cuentas - siendo como somos seres espirituales incesantes, únicos e irrepetibles y, por ello, valiosos - escribir sobre lo que leamos y sobre los que nos pase en nuestro trato con la vida, es una de las mejores maneras de otorgar sentido, respeto y dignidad a la lucha diaria. Haciendo de todo ello una existencia lograda. Sea pues.

Empecemos ya con “Los Buddenbrook”. Si escribimos sobre su lectura fíjense en la cantidad de improvisaciones y divagaciones estériles que nos ahorraremos, prestando atención a la idónea organización orientada por el rigor de lo que hemos pensado previamente con detenimiento. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

LOS BUDDENBROOK, novela de Thomas Mann

La primera aproximación lectora a "Los Buddenbrook" tiene un "peligro" que lo imagino así: me interesa ese toma y daca de la familia Buddenbrook a lo largo de su tiempo, porque en verdad se encuentra muy lejos del mío. Es decir, me interesa porque no me afecta, podría llegar a pensar el lector que insistiera en su manera ingenua de leer. Sería como esas películas o novelas de terror que nos fascinan porque no alteran ni un ápice nuestra seguridad, que creemos es inmutable. O como cuando observamos esos trabajos duros que hacen los otros, que aunque nos hagan brotar públicamente la cuota mínima de solidaridad, en verdad de lo que nos alegramos, en silencio, es de no tener que hacerlos nosotros. 

Lo que ciertamente ocurre es que si nos interesa “Los Buddenbrook” es porque nos afecta. Y lo hace donde sólo lo puede hacer, en el centro de la conciencia o del espíritu, o del alma como me gusta llamarlo. Ese lugar difuso, al que solo se puede acceder con nuestra imaginación, donde tocan las campanadas del tiempo individual. El latido de nuestro tiempo verdadero. Siempre que no sea así, nos abraza ese sentimiento tan temido que es el aburrimiento, y su correlato de lector indiscriminado. No confundir con la irritación por no saber explicar lo que nos está pasando allí dentro. Por no tener el lenguaje apropiado para saber decir a los otros lo que sentimos. Podría ser el caso de la lectura de “La Montaña mágica" o el “Fausto” del mismo autor.

El misterio se repite. Nos llega algo escrito a principios del siglo XX, que representa las formas de vida de una familia de comerciantes del norte de Alemania a lo largo del siglo XIX. El misterio no es otra cosa que el lenguaje, su capacidad para colarse hasta nuestros adentros y afectarnos de lleno. Estara de acuerdo conmigo que si Mann hubiera utilizado la manera de hablar de esa época para contar las mismas andanzas y tropelías, la historia sería indigesta para cualquier lector actual desde la primera línea. Si nos afecta, por tanto, no tenemos escapatoria: las peripecias de los Buddenbrook son también las nuestras. Con cofia y tapada hasta el cuello, o con minifalda y un escote de vértigo, Tony Buddenbrook, por ejemplo, es una mujer de nuestro tiempo. Lea con atención el capítulo diez de la sexta parte. Y experimente el movimiento de la siguiente pregunta, ¿es ella quien nos interpela mientras viene hacia nosotros, o somos nosotros quienes vamos hacia ella a hacer no sé qué a su lado? O lo que nos dice el banquero Stephan Kistenmaker en el capítulo tres de la quinta parte, que lo traigo a colación no porque sea un banquero, sino por lo que nos concierne como seres humanos complejos e imprevisibles, ya que no solo nos debemos identificar con las palabras guays de los personajes guays:
- "¡Un hombre de negocios no debe ser un burócrata! (...) Necesitaba tener una personalidad, y en este aspecto me encuentro a gusto. No creo que pueda aspirarse a tener grandes éxitos, metidos en un rincón de la oficina, por lo menos yo no puedo comprenderlo. El triunfo no ha de esperarse en el pupitre. Yo siento una constante necesidad de dirigir las cosas personalmente, con la mirada, con el gesto y con la palabra. De gobernarlas con la influencia inmediata de mi voluntad, de mi talento o de mi fortuna".

O esa escena eminente, en el capítulo seis de la séptima parte, en el que Thomas Buddenbrook, en la cima de su gloria después de haber sido elegido senador, le confiesa a su hermana Tony:
"...¿Qué es el éxito? Una fuerza, una prudencia y una amplitud enigmática, indefinible; la conciencia de imprimir un impulso al movimiento de la vida con la propia personalidad; la fe en la docilidad de la vida a nuestro mandato. La felicidad y el éxito existen en nosotros y debemos sujetarlos fuertemente con tesón. En cuanto aquí dentro empieza a aflojarse algo, a soltarse, a fatigarse, ya todo a nuestro alrededor se resiste, se rebela, se substrae a nuestra influencia. Y entonces se marcha fracaso tras fracaso, y el hombre está vencido".

Experimentemos la lectura como nuestra imaginación nos de a entender, pero no nos demos el atracón. La novela es formalmente de fácil lectura, pero hay que asimilar la complejidad de lo que nos cuenta con lo que nos dice. Escribamos sobre lo que vamos asimilando, y sobre lo que nos cuesta hacerlo. Sería engañoso que nos disfrazáramos de comerciantes decimonónicos alemanes, haciendo creer, al hablar a los otros lectores, que hemos transmigrado a esa época. Es decir, que la lectura de la novela nos ha colocado literalmente en la Alemania de comerciantes hanseáticos del siglo XIX. Y que desde nuestro ahora, somos capaces de entender todo lo que les ocurrió a esa gente en su entonces. Convendría recordar que somos humanos, pero no divinos. Aunque la tentaciones no descansan nunca.

El talento de Mann, a través del lenguaje que ha empleado, lo único que ha hecho es acercar el relieve y el latido de aquel tiempo para que aparezca a la luz de las preguntas del tiempo en que cada lector lo lea. Y esas preguntas no son otras que las que cada uno se hace ante la manera de convivir a diario con su presente. 

martes, 3 de mayo de 2016

BROOKLYN, novela de Colm Tóibín

Es tan frágil y precaria nuestra presencia en el mundo, nos produce tanto estupor tener conciencia de nuestra insignificancia, que cualquier alteración a nuestro alrededor nos pone al borde del abismo. Por otro lado, no es la occidental una cultura que permita hacerse cargo de lo que, para los caciques del cotarro, no deja de ser otra cosa que avatares sin nombre y sin destino. Sea toda esa carne y sensibilidad para el picadero del Espectáculo, que no pare el espectáculo. Sin embargo es precisamente ahí, en la conciencia de quienes padecemos esa locura, donde se acumula todo el dolor y todo el placer de que somos capaces. Eso es todo, y de eso es de lo que deberíamos hablar, y de lo que deberíamos escribir. Pues eso es lo que nos hace verdaderamente humanos ante nosotros mismos y ante los otros. Por no actuar así se nos echa encima, cuando menos nos lo esperamos, todos los fantasmas y alucinaciones que anidan en aquellos precipicios. En perfecto estado de revista, casi sin movernos de donde hemos nacido, de repente, sentimos que nos queremos morir, aunque inexplicablemente afuera la vida sigue su curso, entronizada en el lenguaje de la estructura en lugar del de la conciencia. En fin, estamos muy lejos de parecer esas figuras en movimiento, como ramas flotando en la corriente de un río, que es el tiempo que nos lleva, en el que somos lo que hacemos mientras nos lleva. Angustia individual constante bajo rocas sociales inalterables, es lo que acaba siendo nuestro ADN, y también nuestro destino. Y si las estructuras rocosas y amuralladas son todas distintas a su manera, el temblor primordial que mantiene vivas y alerta a las conciencias ocultas, las hace a todas semejantes. 

Hete aquí que el narrador de "Brooklyn" nos presenta a Eilis Lacey, una joven de veintitantos años, en un pueblo de la Irlanda catolicona de los primeros cincuenta, 
que bien podría ser mi madre en la España de igual adjetivo de aquellos años. Y uno se enfrenta al dilema de si la madre que me trajo al mundo vivió la vida o fue una pérdida de tiempo, o un fracaso desde su inicio, debido a las lamentables condiciones a las que tuvo que enfrentarse. Hasta que me di cuenta de que ese dilema no era de mi madre sino mío, pasó el primer cuarto de siglo de mi vida. Sigue siendo una de nuestras asignaturas pendientes aceptar que bajo el franquismo feroz se vivió la vida con semejante intensidad a como lo hacemos ahora bajo esta esmirriada y exangüe democracia. Lo que quiero decir es que tengo la sensación de que tardé demasiado en entender que toda vida es vivida. La de mi madre especialmente, pues de ella vengo. Qué no hay vidas excepcionales, sino vidas en las que existimos en estado permanente de excepción, pues lo "normal" es que, visto lo visto, ya estuviésemos muertos. Vivir no es necesario, pero soñar si. Por eso la existencia humana no es nada sin sus sueños. Por eso mi madre, aunque no haya testimonio de ello, siguieron vivas, y nos dieron la vida. No porque quisieran vivir, sino porque soñaron con una intensidad desmedida, que hoy a nosotros nos resulta difícil imaginar.

Aunque hay vidas que hacen padecer a los otros los monstruos que se derivan de la razón desquiciada de sus sueños. Es el caso de la gente que sueña como enseñó Hegel, a saber, que las formas de nuestras ideas deben alcanzar una significación perfecta. Tanto dan los sueños del Furher con la Alemania Nazi, como los de la señora Kelly de Enniscorthy (Irlanda) en la novela Brooklyn. Esos sueños se clasifican y dosifican en una estructura (Estado totalitario o tienda de ultramarinos) en la que no tiene cabida ningún tipo de conciencia sensible. En los que parece imposible vivir la vida. Una vez dentro de aquella alguien elige los sufrimientos que se infligirán a quienes se interponen en el logro de la anhelada perfección. Per hay gente que sueña como Eilis Lacey, a saber, la invitación a la contemplación de cómo interactúa el tiempo con los personajes que no somos, puede muy bien servirnos como aprendizaje moral y vital. Estos sueños se alojan en una conciencia, que no tarda en darse cuenta del doble exilio a donde aquellos grandiosos sueños la arrinconan: Eilis, al final, ni es de Enniscorthy (Irlanda) ni tampoco de Brooklyn (Nueva York). Ni yo soy de donde nací, ni de donde viví luego, ni de donde vivo ahora. Eso me llevó a aprender a vivir en la imperfección constante, que es la frontera que nos separa de todos los sueños perfectamente estructurados. Al principio me abrumó el pensar que mi vida era una puta mierda. Luego aprendí que todo lo que me quedaba de vida debía de ser un esfuerzo tenaz para sobreponerme a esa fatal condena a que me sentenciaron los que sueñan perfectamente. Hasta reunir las fuerzas suficientes como para decirles, ¡iluminados!, no os dais cuenta de que soñáis vuestra propia incompetencia, dejando de pensar, a cambio, las posibilidades que se dan sobre el campo de vuestras intrínsecas limitaciones. 

Si anhelamos el conflicto en los relatos que leemos, o vemos, es porque vivimos en una realidad dura como una roca, que cincela la estructura donde nos aloja con nuestro esfuerzo e impotencia diarias, pero que al mismo tiempo no deja de prometernos la liberación definitiva de todo ese espantoso sufrimiento sin sangre y sin muertos. Lo cual produce la sensación de menor sufrimiento, hasta derivar, tal es la degradación, en el optimismo obligatorio dominante. Sin embargo, relatos como el de la novela "Brooklyn" se alojan desde el principio en la conciencia de los protagonistas, y allí no hay conflicto que valga porque no hay liberación imaginable. La vida es así, y los que las viven hacen estas cosas. Solo a Hegel se le ocurrió poner la guinda a la tradición cristiana creando un estructura contra la vida, es decir, planificando un edificio donde quedáramos definitivamente a salvo de la muerte. Solo a los narradores de los relatos occidentales, herederos del genio del filósofo alemán, se les ocurre pensar que allí dentro tiene que ocurrir algo excepcional, que no sea la excepción de seguir vivos un día más. Solo los occidentales seguimos creyendo en el artista excepcional capaz de semejantes proezas. Como si aquellos relatos de sucesos y tipos excepcionales fueran la antesala inevitable, que nos hiciera vislumbrar mejor nuestros planes para cuando seamos inmortales. ¿Puede servir para otra misión toda esa fanfarria? Como si contar lo que fluye por la conciencia no fuera más que suficiente. Como si ser ciudadano irrelevante no llevara un excepcional esfuerzo: pensar y decidir.

Aunque la acción narrativa de la novela "Brooklyn" transcurre por una superficie diáfana, exenta de dramatismo y excrecencias verbales o psicologistas, el lenguaje que la mueve es el de la Conciencia, no el de la Tradición o de la Costumbre. Hay complejidad y ambigüedad en lo que cuenta, lo que hace que el lector vea y sienta el abismo o las hondonadas por donde todo transita. Por ejemplo en el partido de béisbol: "la idea de que él nunca la vería como ella sentía que lo estaba viendo en ese momento era un enorme alivio, una solución satisfactoria. Su agitación y la agitación de la multitud era tan contagiosa que empezó a fingir que podía seguir lo que estaba ocurriendo". Como casi siempre, a estas deducciones no llegué hasta bien entrada la primera parte. Y ello tiene que ver con lo que he dicho anteriormente. Por un lado con ese prejuicio estructural debido al cual en la narración tiene que ocurrir algo gordo, y por otro con el segundo prejuicio que dice que la experiencia más importante de nuestra vida tiene que estar relacionado con algo excepcional. En "Brooklyn" no ocurre nada reseñable, y me costaría elegir alguna de las experiencias que tiene Eilis que pudiera calificar como la más importante, la que determina al final su destino americano. Dejarse llevar por el río de la vida, al fluido del cual Eilis colabora con la fuerza y poder de sus irrelevantes decisiones. La voz de la conciencia de Eilis, hábilmente transformada por el autor en el artificio de una voz narradora en tercera persona, consigue este efecto de sutil distancia en el lector, que de otra manera, por ejemplo de la mano de la propia Eilis, hubiera sido un dramón de más difícil digestión, cuyos aspectos menos corrientes hubieran quedado ocultos debajo de los fastos épicos del sueño americano. De lo que se trata al leer esta novela es, ni más ni menos, asistir, concentrado y sin aspavientos, a cómo alguien normal y corriente, Eilis Lacey, decide vivir su vida, sin que tenga que estar sometida a la bendición del éxito o a la maldición del fracaso. Una vida cuya excepcionalidad, no importa repetirlo una vez más, es que es única e irrepetible, como cada una de las nuestras. A pesar de que los detalles y episodios que la conforman son de sobra conocidos, porque son, o pueden llegar a ser, también los nuestros.