miércoles, 24 de febrero de 2010

ES LO QUE NOS QUEDA


De nada sirve salvo de consuelo. En comparación con muchos de los protagonistas de nuestras pelis y lecturas vivimos muy, pero que muy felizmente. Atados a lo cotidiano como estamos, incapaces de arrancarnos de lo coloquial, del entorno aprendido a fuerza de repetir una misma forma de hablar y de usar el lenguaje, sea en pantalla grande o pequeña, sea en libro convencional o electrónico, sea delante de lo que sea, ya pueden caer delante de nosotros todos los chuzos de punta habidos o por haber, nuestra reacción será siempre a cuenta del consuelo comparativo que nos hace comprender que después de todo no estamos tan mal.

La función propagandística de la industria cultural dominante, o como se diga, es y ha sido siempre ésta: no abrirnos al Otro, sino reforzar nuestra identidad dentro de la sociedad del bienestar a la que pertenecemos. Bien mirado sería suicida que esta industria cultural, pieza clave en esta sociedad del bienestar nuestra, tiraran a dar contra su propia cuenta de resultados. Igualmente sería suicida que los espectadores y lectores empujáramos contra esa barrera que no se ha de mover nunca, y que deja claro que lo que digan los productos de aquella y nuestro bienestar van cada una por su lado, que estudian en escuelas diferentes y beben en bares distintos. Los ciudadanos del bienestar necesitamos sentir esa discriminación emocional en nuestras vidas, necesitamos que ese aparheid no acabe nunca. El bienestar social es el principal activo del progreso así entendido, y su cara oculta es una rémora por ser una maldición individual. Se penaliza así al individuo en tanto en cuenta pueda darse cuenta y describir la fuerza que se aloja en el fondo de su corazón, y que lo convierte en lo que es. Se penaliza el que no pueda, o no quiera, mantenerse ajeno a ella.

A la luz de tanto malestar que vemos, oímos y leemos cada día, será difícil aceptar que justo la cultura del bienestar y el principio del placer que la sustenta producen realmente un tipo de barbarie, que, sin embargo, se empaqueta y vende como algo de latitudes africanas o suramericanas, por decir algo. Dígale al buenista que tenga más a mano que reconozca el espantoso precio que pagamos debido a la manera de entender este cotarro. Dígale que la seguridad que nos proporciona la industria cultural dominante con sus finales felices, sus mensajes morales e ideológicos, con sus lágrimas y su violencia gratuita, con sus ocurrencias del todo vale, es una manera de eludir el espantoso desorden que la presencia de la muerte representa. Nuestra muerte, me refiero a nuestra muerte, que es en última instancia su objetivo primordial, para ocultarla, hacerla desaparecer de nuestras vidas, haciéndonos creer que somos inmortales, la manera más rápida y corta de convertirnos en un dato estadístico, o, lo que es lo mismo en humo. Dígale todo eso y verá como le pone la cara.

Nos queda, entonces, viajar en vida. Por amor a lo invisible, en busca de alguien más grande que nos habla y cuya lengua no entendemos. Para encontrarnos voluntariamente con la soledad de la que nos despoja lo coloquial y la rutina. Porque hay algo irremediablemente perdido, aunque no sepamos qué es, pero sí que es necesario partir en su búsqueda.

lunes, 22 de febrero de 2010

HOME, de Ursula Meier


SOMBRAS QUE NO NECESITAN JUICIO

Me va tener que disculpar, pero me cuesta llevarme bien con los sincronismos mágicos, también llamados ocurrencias, tan de moda ahora que vivimos en tiempos de relativismo cultural. Yo soy mas de tradición antigua griega, rabínica y por ahí (por favor, no me la confunda con vieja, ya me entienda), donde la verdad es un misterio inalcanzable, pero sabedor también, ante tal convicción, que es más peligroso quedarse quieto sin hacer nada, que seguir intentando acercarse a ella con sentido, a pesar de la garantia del fracaso. Creo que me encuentro mejor colocado, creo que veo más, en fin, creo que corro menos peligro de que se me vaya la pinza sobre esta grieta inestable y sangrante, que a lomos de la verdad previa que emana de aquellos sincronismos mágicos y otras cintas de video. No solo me aturden los efectos mediaticos que los avalan y estercolan, sino que me intimidan los cerebros que los imaginan. Como habrá colegido, no es que me haya subido el nivel del colesterol masoquista y tal, se trata de resistirme a abandonar ese lugar desde donde mirar el mundo con perplejidad, para después poder hacer algo y poder ponerlo en contacto con los efectos de la perplejidad ajena. Ver, leer, escuchar, en fin, comunicar no es otra cosa que eso. Ya ve.

Anote esto. Apañados estamos si aceptamos el juego de que la verdad tiene propietario, aunque para rebajar los efectos del tiro se diga a continuación que todo el mundo tiene derecho a tener la suya. Fíjese donde hemos metido lo que tradicionalmente nos ha producido perplejidad, fíjese a que hemos reducido el agujero negro de cuya mirada intensa y contradictoria han salido las mejores obras de arte de nuestra civilización. Si aceptamos ese juego habremos construido la trampa perfecta: dar bola a la exagerada dramatización de las emociones más triviales. A partir de aquí al descaro mas insultante le llamarán afecto, la crueldad se camuflará bajo la máscara de la autoestima perdida, en fin, todo el mundo se creerá con derecho a todo por manejar un lenguaje en el que dicen creer y que por tanto se merecen.

"Lo siniestro es aquello que debiendo permanecer oculto se ha revelado". Shelling
"Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo". Cortazar en su cuento Casa tomada.

¿Qué es lo que debe permanecer oculto a nuestros ojos para seguir manteniendo la perplejidad? Ésta es la clave. La peli flojea porque no funciona ese juego de ocultación y apariencia. Ese han tomado la parte del fondo, del cuento de Cortázar, no se sabe que és. Queda oculto a la mirada del lector. Pero, sin embargo, lo siniestro, que debia permanecer oculto, se ha revelado.

Las acciones verdaderamente libres, como es la decisión de la señora Marthe de no abandonar la casa, nacen del centro del agujero negro de la conciencia personal. Construir una imagen que pueda desvelar ante el espectador alguna formula determinada que pretenda demostrar una tesis previa o poner en contacto el efecto con su causa (la reabertura de la autopista, con sus ruidos y sus atascos, mas las miradas lascivas de los conductores sugiere que eso es lo que les ha jodido su placentera vida y lo que les presiona para encerrarse en la casa), supone reduciir hasta anularla su misteriosa elusividad. Cielo santo, menudo bajonazo.

La conciencia oscura de la señora Marthe, que anima su resistencia a no dejar la casa y de paso le da fuerza para arrastar a toda la familia solo puede ser visible, estar presente como ausencia. Pero cuando la reabertura de la autopista es un hecho mas que explícto, cuando se va la hija mayor porque no aguanta más, cuando vuelve para certificar que su familia no tiene remedio, ya nos han ido metiendo de hoz y coz en el ámbito de lo urbanístico, de lo psicologico, de lo demostrativo, es decir, de que la culpa de nuestro infierno siempre la tienen los otros. Pero, ¿no era voluntaria su marginalidad? Habiendo abandonado lo que de misterioso, sobrenatural e incomprensible podía haber en su conducta se han convertido en una heroica familia con derecho a reconocimiento público.

Queriendo apropiarse de la verdad de la situación que propone, al no conformarse con mostrar los detalles que la ocultan, la señora Meier ha desviado el sentido de la peli hacia el panfleto y su pancarta. Es lo que pasa cuando nos apropiamos de lo que no es nuestro, sino patrimonio de todos, que nos convertimos en jueces albaceas del asunto. Y, claro está, hay que sacarle partido a la toga. Pero yo no me había sentado en la butaca para asistir a un juicio.

martes, 16 de febrero de 2010

MIL AÑOS DE ORACIÓN, de Wayne Wang


Ahí le dejo lo que escribí en su día a propósito de la peli del chino Wang. Yo creo que su protagonista, el señor Shi, no solo sabe mejor que el señor Rudi a donde viaja, sino qué es lo que le viaja.

ARMONIAS GENEROSAS

La felicidad, según Gary Cooper, es tener trabajo durante el día y sueño durante la noche. Hacen falta trescientos años para decidir si se puede compartir una barca con alguien. La felicidad, según Bertrand Russell, está basada en la falta de envidia. Hacen falta tres mil años para saber si se puede compartir el cojín con una pareja. La libertad, no se si lo dijo Hegel o Groucho Marx, se reduce a poco más que el gracioso permiso para obedecer a la policía. Mil años de oración...

Todavía no se por qué me impactó la primera secuencia de la peli, cuando el padre se encuentra con su hija en el aeropuerto. Pero intuyo que ahí está todo el tomate del asunto. En ese giro de la cabeza del protagonista al atravesar el umbral de la puerta, en lo que deja detrás y en lo que busca con anhelo por delante. Como le decía el otro día, el arte esta ocupando espacios inesperados y fugaces, ya no hace falta ir obligatoriamente a los museos para darse cuenta y poder disfrutarlo. Mientras me voy aclarando he rescatado entre mis apuntes una citas, que las he entremezclado con las que menciona Takeshi en la presentación de la peli, simplemente por que creo que pueden hablar entre ellas, y con usted y conmigo mismo. Al rozarse entre sí, lejos de provocar disonancias, tengo la sensación de que alcanzan una cierta armonía promiscua. Se las dejo para que así sea.

No llega al aeropuerto americano el campesino inculto que viene del fondo de la China profunda, como ya hemos visto en otras pelis. No llega alguien que no sepa de contradicciones. ¿Hay hoy en planeta un lugar con más contradicciones que en la China, de donde viene este padre de apariencia bondadosa? Lo de Wall Strett (no olvide que en la actualidad las salvajadas del capitalismo se ceban con especial ahínco en el país asiático y sus alrededores) y sus juegos del monopoli son divertimentos de gente aburrida, que es lo que más abunda en Occidente. No llega un padre que no entienda por qué su hija se separó de su lado. Su cuerpo enjuto y ligeramente encorvado, su gorra, su maleta al hombro y, sobre todo, su manera de mirar y caminar en esa primera secuencia, delatan que estamos ante un hombre que sabe. Que viene del lugar donde ha aprendido a base de sufrimiento, que es como de verdad se aprende. Hay que hacer un esfuerzo para ponerse en la piel de alguien que estuvo interesado en su juventud por los misterios del espacio exterior y que de adulto ha sobrevivido a la implacable y despiadada lógica interior de la Revolución Cultural Maoísta (lo de menos es cómo), no se ha suicidado todavía y aún le quedan ganas y fuerzas para volver a ver a su hija. Lo que me conmueve es que no se le nota. Y lo que más me conmueve es que quiere cuidar a su hija como si fuera una niña abandonada. Es decir, que viaja a América en busca del tiempo perdido. Aquí o en China, hay que rebobinar, no hay otra manera de sobrevivir. Esa transversalidad del rebobineo no solo me conmueve, sino hace que el señor Shi me sea familiar. Me hace ver con lucidez al reconocerle como el otro con ojos rasgados, el otro distinto. Es el momento en que la película se hace grande. Un hombre que no conozco de nada, que no he visto nunca y que viene del otro lado del mundo, un hombre que además no es real y por tanto no tengo posibilidades de conocerlo jamás, me resulta más cercano que mi vecino.

No es el asombro del pardillo poco experimentado lo que oculta la mirada del señor Shi, mientras espera a que vuelva su hija del trabajo. ¿Cómo poder verlo como un pudoroso remilgado en el momento en que la vecina rubia se le acerca hablando sin parar, cuando viene de un país que se encuentra en plena efervescencia respecto a estos asuntos? Ya digo, no viene a comerse el tiempo presente, viene a buscar el pasado, que no es lo mismo que correr para recuperarlo. Acostumbrados aquí a que los machos provectos no dejen de tener la entrepierna siempre disponible, que mejor imagen que la de la piscina, como contrapunto a las disponibilidades emotivas del señor Shi. Como en las citas del principio forman una armonía promiscua y generosa, a la que pone broche la hermosa imagen final, juntos padre e hija, juntos y sentados mirándose frente al agua. Por esta vez permítame que no diga armonía global. En honor al espíritu del señor Shi, déjeme decir ecuménica.

LOS GOYA



PACTO DE RESPONSABILIDAD

El presidente de los Goya, el señor Delaiglesia, reclamó humildad a los cineastas en el discurso que pronunció con motivo de la entrega de los premios. Les pidió más cosas, pero la humildad fue sobre la virtud que hizo más hincapié. No sé exactamente que quiso decir al pedir humildad en el evento donde se concentran el mayor tonelaje de vanidades por metro cuadrado, como es el de la entrega anual de los premios Goya. Yo creo que les tenía que haber reclamado más talento. Si salía vivo del envite, con las fuerzas que le quedasen, era el momento de pedir además menos mala hostia. Y a continuación dimitir, por coherencia y humildad. Claro que sí.

El caso es que les pidió más humildad. Pedir humildad a quien no tiene talento es como arar en el mar. No te entenderá nunca, porque no tiene talento, pero si creerá que la has insultado, y eso no hay cineasta que lo consienta, porque lo que hay es mucha mala hostia, no talento. Lo cual los coloca en el lugar de donde no han salido, en el patio de colegio, con su guirigay, sus fiesta fin de curso, sus pintones, sus gritos, sus y tú mas y no te ajunto, y tal. Ahí están. Ahí estamos.

El talento es un atributo divino y a los dioses no cabe pedirles humildad, ya que no es algo que les asiste, ven el mundo unos cuantos palmos por encima de los mortales, y ya está. Lo que pasa es que nos hemos vuelto tan laicos que hemos dejado de salir a buscar y tratar con los dioses. Delante de esta gente a mi me vienen impulsos discretos de reverencia, de quitarme el sombrero. Siempre llevo sombrero cuando salgo a tratar con los dioses. Y jamás se me ocurre pedirles que sean más humildes. Me parecería una falta de respeto. Los viajes en busca de los dioses cinematográficos son así. Cuando te encuentras con ellos te hacen sacar lo que llevabas tan adentro, que te era desconocido. Para nuestro desconcierto, también para nuestra salvación. ¿Se imagina la cara de gilipollas que se me pondría si en semejante trance les reclamo encima humildad?

Carnaval sobre carnaval, a los de los Goya lo que hay que pedirles en verdad, no es que sean humildes ni que sean discretos ni que tengan talento, lo que hay que pedirles con urgencia es que se quiten de encima ese aire de saltimbanquis y titiriteros, de alumnos aventajados de la academia, que, bajo el imperativo de la subvención, les impide salir a la vida y alcanzar el principio de la responsabilidad necesaria que demanda su oficio. Antes que por la falta de talento, cuesta seguirles (salvando las excepciones del rigor estadístico) porque no se responsabilizan de lo que hacen. Uno tiene la sensación de que siempre están jugando a que hacen cine. Y una vez al año quedan y se ríen, y cuentas chistes, y se meten el rejón bajo la butaca, y fuera de cámara o a la oreja hablan en lunfardo, pero siempre ante la vigilancia paternal de quienes pagan la fiesta. Es como en los saraos de los hijos de los ricos que salen en el cuché. Es la misma insoportable levedad.

Urge un pacto de responsabilidad en el cine y en el audiovisual. Responsabilidad de quien produce, de quien dirige, de quien escribe, de quien fotografía, de quien actúa, en fin, responsabilidad de quien mira. Si con los años encima llega el talento, no seré yo quien le exija entonces un gesto de humildad al afortunado o afortunada.

lunes, 15 de febrero de 2010

KIRSCHBLÜTEN, de Doris Dörrie


¿QUÉE?

Qué terrible es cuando uno dice te quiero y en la otra parte la persona grita: ¿quéee? (J.D. Salinger, in memoriam)

Desde que perdemos la capacidad de amarnos simétricamente, dicen los expertos que allá por los nueve años, todo nuestro itinerario emocional se encuentra amenazado bajo la espada de Damocles de esa terrible y devastadora frase. Nuestro jodido sentido de lo práctico se entromete siempre entre medias de la grieta con ingenierías diversas: sociales, médicas, políticas, civiles, psicológicas, etc, ya sabe, de esas en las que tuerca busca tornillo para que, apretando con fuerza concluyente, cerrar la herida que produce el ¿quée? para siempre. Es un tipo de utilidad que se inspira en la lógica mercantil del tipo: si no me salen las cuentas pongo a funcionar la máquina de hacer dinero, si no me gusta tal o cual persona le corto la cabeza, en fin, que nadie está dispuesto a sentir sino es a cambio de obtener beneficio de algo. El sentimiento se convierte así en una mercancía más, que cotiza en bolsa al lado del Ibex o de cualquier fondo basura. Si mira la tele con frecuencia entenderá de lo que le hablo. Un tipo de utilidad que renuncia a la búsqueda de lo verdadero, lo bueno y lo bello (esa forma de buscar, de mirar, que existía antes de que nos invadiesen las recetas ingenieriles en sus diferentes versiones y derivados) a cambio de poner el kiosko en el mercado de las emociones. No sé cómo se lo montan, los de la tuerca y el tornillo, pero cuando aprietan el cataplasma, el vértigo que viene después del ¿quée? deja de tener la función catártica necesaria, la que como una segunda voz, como un segundo yo que nos habla, parte en pedazos nuestra empobrecida y autocomplaciente individualidad, doblándonos, mutiplicándonos. No se trata, entonces, de tirar de arbitrariedad frente al dolor del abismo donde te coloca la pregunta de arriba: yo hago lo quiero, yo miro como quiero, yo leo lo que quiero, en fin, yo no necesito a nadie para seguir adelante y tal. No se trata de hacer el góndola, ya que por mucho que uno lo disimule la vida nos ha partido irremediablemente el alma. Es más que un efecto arrebatador, la pregunta nos arrebata de nuestra simplicidad y nos coloca delante de nuestra complejidad hasta ahora oculta. Se acabó, entonces, el recreo, la rutina complaciente de nuestras vidas.

La peli de la señora Dörrie tiene mucho de todo este mondongo, pero me parece que no lo envuelve con la tripa y el orden necesario para que produzca el sentido más eficaz y expresivo que aquel se merece. Dicho de otra manera y a las bravas: chirría mucho (no tengo el metro de medir chirridos, y mi ingeniero de cabecera está de vacaciones) ese itinerario que el protagonista hace desde la profundidad del espíritu alemán hasta el fulgor del monte Fuji y los cerezos en flor, allá en el corazón del imperio del sol naciente. No sé como decírselo de otra manera. Percibía mucha ortopedia cuando veía el deambular del dolor y pesar de ese personaje. A eso me refería antes cuando hablaba del uso que se hace de los diferentes tipos de ingenierías.

El hipertecnicismo, o como se llame todo este ruido que nos sitia en formas diversas pero iguales, nos ha hecho perder la capacidad de escuchar la tradición oriental, la otra, que hay bajo la cultura oficial europea. Le recomiendo que lea el tratado espiritual del hombre noble, del maestro Eckhart, una paisano del prota nacido en la región de Turingia (Alemania) allá por el año 1260. Quiero decir que este europeo, tal y como nos lo presenta la señora Dörrie, no necesita irse al Japón para empezar a rendir cuentas de la vida que ha vivido en su tierra. La redención del destierro la puede hacer en el parque de al lado, o en la estación de tren que coge cada día. Pero si insiste, la señora Dörrie debería haber cuidado que el monte Fuji y los cerezos en flor no aparezcan como excelente postales turísticas, que ornamentan con estudiado e impactante diseño los últimos días de la existencia del protagonista. Debería haber pensado a qué lleva a su criatura tan lejos. A este hombre me lo presenta caminando de casa a la oficina, de la oficina a casa. Me lo presenta humilde, taciturno, instalado en una complaciente rutina, y en boca de su mujer, me lo presenta como un hombre que desea que no cambie nada. ¿Qué significa que desea que no cambie nada? ¿Qué significa la rutina? ¿Quién ha dicho que la rutina nos es portadora de cambio? Y de repente se muere su mujer y le cae encima todo ese jaleo. Yo, entonces, estaba instalado en su rutina, a la espera de ver y sentir como daba todos sus frutos. Ya le digo, algo me chirrío en el oído. Me sonó a programa de Inserso y tal.

“Hacen falta trescientos años para decididr si se puede compartir una barca. Hacen falta tresmil años para saber si se puede compartir el cojín con un pareja”

Ahí le dejo el luminoso proverbio chino (éste sí da más luz que la estampa del monte Fuji o los cerezos en flor), con que arrancaba la reseña de la peli, Mil años de oración, de Wayne Wang, proyectada en esta casa hace más de un año, y que hablaba de un caso parecido pero cuyo itinerario era a la inversa. En fin, que hace falta más que la buena voluntad para llevar a los personajes a morir a su cabal destino.

martes, 9 de febrero de 2010

SiCKO, de Michael Moore



MATEMATIZACIÓN DE LA EXPERIENCIA

Lo que no me interesa de los documentales de Michael Moore es que con ellos siempre intenta demostar algo. No mostrar, demostrar algo que el sabe que es cierto y además es de su propiedad. El encadenamiento de imágenes y secuencias parecen ecuaciones o demostraciones matemáticas o geométricas del tipo: la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa; o la suma de los ángulos de un triangulo es igual a 180 grados; o, puestos en plan mas moderno, la energia es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado. Eso sí, todo ello muy bien adobado con el sentido del humor que proporcionan sus intervenciones particulares, sus hechuras de oso Yogui y sus andares patizambos. Matematicas mas buen rollito igual a verdad verdadera.

Una de las leyes de las matemáticas básicas es que no se pueden sumar, por ejemplo, huevos con patatas, porque de ahí no sale una tortilla. Las operaciones matemáticas se han de hacer siempre entre magnitudes homogeneas. Puestos a demostrar las consecuencias de la falta de cobertura sanitaria general en los Estados Unidos de América, lo matematicamente correcto es hacer la comparación mas detallada con Europa o con cualquier pais del continente europeo. De sistemas políticos similares, productos interiores brutos similares, rentas per capitas similares, etc., si se puede extraer alguna conclusión matemática razonable y, de paso, creible. Lo hizo, es verdad, pero como paso previo a su intención oculta, que era bajarse al Caribe. Ahí estaba el marrón, la colisión auténtica que quería provocar y ofrecernos.

Después de mostrarnos lo mal que esta la sanidad en USA, mas unas pinceladas de sistemas mas benevolentes con el paciente, como el de Francia o el del Canadá (tesis), fue cuando, abruptamente, bajó el foco de la cámara a la sanidad de la isla gorda del Caribe (antítesis). Lo que yo experimente entonces fue un chirriar ensordecedor en los goznes mismos del montaje del documental (síntesis), lo cual me impidió entender algo con interés, mas allá de verle el cartón de la mala hostia que gasta el autor. ¿Qué culpa tienen la mala sanidad de USA y la buena de Cuba, para que un señor encabronao las ponga en contacto? Me ahorro decir lo que puede imaginar semejante cabezota en llamas ¿Qué culpa tiene el espectador adulto y responsable, digamos, de aquí, que lo que quiere es entender y hacer algo con ello, no sumarse a los tufos manipuladores que emanan de un cabreo crónico? Puestos a intercambiar cabreos lo justo es que yo le pueda también contar los mios. ¿Cuándo y donde quedamos, señor Moore? Cabreo por cabreo, ¿quién no siente malestar por el hecho mismo de estar vivo, habite donde habite?

Otra cosa hubiera sido que nos hubiese mostardo lo mal que está la cobertura sanitaria, pongamos, en China o Iran, y nos lo comparara con la sanidad castrista. La tesis a exponer sería: como dentro de sistemas políticos dictatoriales o autoritarios, cuyas formas económicas y sociales son consecuencia de aquellos, la cobertura de la sanidad pública puede ser distinta. Lo cual vendría a demostar que la ausencia de libertad tiene sus formas plurales de manifestarse en asuntos tan sensibles para los derechos humanos como la atención médica. Paradoja muy interesante a tener en cuanta por los espectadores que vivimos en sistemas políticos democráticos, ya que nos proporciona una herramienta de gran utilidad a la hora de poner nuestra mirada sobre mundos de apariencia monolítica y cerrada.

Señor Moore, el cine documental de tesis (por no salirme de su estilo) ha de servir para esto, no para dar rienda suelta a sus obsesiones obsesivas, una y otra vez, una y otra vez, con la única idea, como el flautista de Hamelin, de colocar adeptos incondicionales al amparo de sus enormes espaldas. La honestidad intelectual y moral continua siendo un grado a la hora de coger y mover la cámara.

lunes, 8 de febrero de 2010

PRESTIGIO QUE DA LA LÁGRIMA




¿Por qué mucha gente tira de la lágrima cuando se pone delante de una peli o un libro? Volviendo a ver el otro día la película “El lector”, de Stephen Daldry, una espectadora me dijo, con los ojos a punto del desagüe, que le había gustado mucho. Movía mucho las manos, como no sabiendo que hacer con ellas, llevándoselas a la cabeza con el ánimo, se me ocurrió, de intentar calmar toda la movida emocional que la película le había levantado. Hubo un momento en el que llegué a pensar que el gusto le había levantado un insoportable dolor de cabeza. El hombre que le acompañaba, mas contenido como correspondía a la honorabilidad de su sexo, asintió con la cabeza y levantó acta notarial, me atrevería a decir, sobre lo que me acababa de decir la mujer. También me dio la sensación que estaba dispuesto a batirse en el campo del honor con quien osara llevarle la contraria. Aunque este último extremo no lo podría demostrar a ciencia cierta, ya que hoy en día hay mucho duelista camuflado de defensor a ultranza de la paz. Poca broma con esta gente.

Es una escena que se repite con inusitada constancia desde que el espectador le presta atención y tiempo al cine. Para mi es la escena primordial de la historia del cine. Ver, emocionarse, llorar, contarlo y quedarse en paz con uno mismo. Un nuevo religare que sustituye al milenario de la Iglesia. ¿Cómo negarle a esta conducta, tan común a todos nosotros, su derecho a estar presente en nuestras vidas? ¿Cómo negarle su necesidad para seguir vivos? A parte de mezquino, es inútil, aunque todavía hay mucho intelectual de vitola francesa que insiste en ello como si le fuera la vida. Es como pedirle a un rio que no se desborde cuando el cauce no aguanta más el caudal que se le echa encima. Igualmente las lágrimas son un fenómeno de nuestra naturaleza que se desbordan cuando el caudal de las emociones aprietan en el curso bajo de nuestras existencias. Aunque bien mirado el cauce de las cuencas oculares tampoco da para mucho.

Ahora bien, ¿conviene regular esa tendencia a salirse de lágrima que tenemos los humanos? Conviene y además, al igual que llorar, es necesario. Las lágrimas solo cumplen su papel si saben contenerse. Solo así nuestras emociones pueden llegar a ser grandes, a manifestar todo su potencial expresivo. ¿Qué modelos de diques pueden regular el flujo lacrimal indiscriminado de nuestras emociones? Uno es tirando de virilidad, de tipo duro y tal, como hizo el hombre que he mencionado más arriba. Otro es dotar a las emociones y los sentimientos de la capacidad de compartir y de comprometerse con sentido. Sentir y otorgar sentido a lo que se siente. Me refiero al sentido narrativo, delante de la pantalla o del libro. Usar las lágrimas como única moneda de cambio es salir al encuentro de los intereses del mercado editorial o audiovisual, pero no significa que se haya leido o mirado. Todo uso así entendido es legítimo, pero toda lectura o visionado no.

Cuando se menciona el sentido de una narración o el sentido a secas, tendemos a imaginar señales de tráfico que indican direcciones inexcusables. En cambio, el sentido de las palabras o de las imágenes está asociado al sentir, a la forma en que provocan el sentimiento y en consecuencia el cambio en la percepción (todo sentimiento altera la percepción y toda alteración en la percepción induce un sentimiento). Pues eso. Nada mas que eso.

miércoles, 3 de febrero de 2010

FROZEN RIVER, de Courtney Hunt


CONVIENE NO OFRECER RESISTENCIA AL VERTIGO

Ya lo he dicho en alguna que otra ocasión: creo que el cine, cuando merece la pena, cosa que no sucede todos los jueves, es básicamente un trabajo sobre los sentimientos. Poco después de la presentación de las protagonistas supe que en sus rostros, pálido y arrugado el de la mujer blanca, cobrizo y liso el de la india mohawk, estaban la geografía y la geología de la historia que me iban a contar. Cuando digo supe, no me refiero a esa forma de sabiduría ligada a la estadística, los algoritmos y tal, sino que lo que supe fue que aquellos rostros me estaban colocando delante del abismo. Era una forma de saber jodida, como lo oye, que no iba a tener arreglo desde la butaca. Me pusiera como me pusiese, no se iban a mover de ahí en todo el metraje de la peli, también lo sabía. Ese par de rostros se habían colocado allí para quedarse, y a mí me correspondía tratar con ellos. Dos mujeres delante y una detrás de la cámara dando cuenta del fracaso de una civilización. Me vino de repente este pronto apocalíptico. Lo que pasa es que los seismos del alma humana tienen otro ritmo, y las placas tectonicas del craneo, donde se aloja, dejan pasar sus erupciones también a su manera.

La inmensidad de un territorio por conquistar y la eternidad del mismo espacio donde vivir de la misma manera por los siglos de los siglos - dos formas de entender el mundo que se enfrentaron con la violencia de un choque frontal de trenes a toda máquina hace ciento cincuenta años, en las grandes llanuras del medio oeste norteamericano - me dio la inmpresión que daban sus últimas bocanadas en aquella frontera de hielo, oscuridad, odio y resentimiento. Se agradece a la señora Hunt el que se haya aguantado las ganas de colocar entre medias, o en los extremos, alguna secuencia para desengrasar, donde el sol hiciera turismo con su brillantez sobre paisajes y paisanaje. El espectador, siempre propenso a ahogarse en un vaso de agua, habría cogido aire, pero se habría abaratado, y mucho, el logro final de los propósitos narrativos del relato. Dicho de otra manera, no eran imágenes lo que Hunt había filmado (al menos esa forma acabada de construir las imágenes, prestas al impacto y satisfación visual inmediata), lo que yo veia eran mujeres y hombres enlazados en una maraña de luz y sombra, de pasión y duda, sobre la raya de una frontera helada. La teleraña en que, por mor del trabajo de Hunt y sus heroicas mujeres, se iba convirtiendo aquella tierra baldía, lo he ido sabiendo después, era más antigua que cualquier documento conocido. Más antiguo que la fatuidad de los rostros pálidos por querer apropiarse de todo, mas que la crueldad de los indios por creer ser sus únicos y eternos herederos y transmisores. Esa falta de asidero documental es lo que yo llamo el sentimiento, esa zona oscura de la emoción y del alma humana, esa especie de cangilon donde, al ver la peli, se vuelca todo el sentido del mundo. Conviene, entonces, me dije, confiar en todo el vértigo, en todo el desasosiego que se me echó encima. Como el funambulista, conviene hacer del vértigo que produce el abismo la solución, no el problema. Le puedo aegurar que no es fácil entender a los seres humanos cuando hablan como lo haría una araña de las moscas, de esas que mutan y sobreviven al balancearse en telarañas a bajo cero.

lunes, 1 de febrero de 2010

TRES MONOS, de Nuri Bilge Ceylan


EXTRAÑAS ASIMETRIAS

Dos días después del terremoto de Haití, y bajo la influencia de la imagen inducida de casi cien mil muertos me dispongo a ver la peli de este fotógrafo turco, que va de otro terremoto, éste diario y casi invisible: el que produce las tarascadas eruptivas del corazón de los seres humanos.

Entre el lenguaje florido y espeso que suelen utilizar quienes deciden ir a la consulta, pongamos del psicoanalista (éstos saben un huevo de esa manera de hablar), a contar sus historias y lo que, enmascarado, ebulle debajo de semejantes abalorios lingüísticos y gestuales, se encuentra todo el abanico de posibilidades que da de sí eso que gusta nombrarse con el solemne nombre de la comunicación humana. Dialogo, dicen los más correctos. Falta diálogo.

Se lo digo sin más demora: tengo la sospecha, cada vez más fundada (tampoco me voy a poner ahora en plan científico con estos asuntos, para restarles prestigio e infalibilidad), de que no sabemos o no podemos hablar sobre nosotros mismos de forma satisfactoria. Pero de igual manera le confieso, antes de que me acuse de catastrofista y tal, que si no lo intentamos una y otra vez nuestro destino seguro es la locura o por ahí cerca. Así va el mundo, envuelto en esta paradoja, que debido a la profusión y diversificación de los medios de comunicación y su afán de instantaneidad, están convirtiendo la primordial sabiduría de su oscura ambigüedad en algo literal y, me atrevería a decir, ahora sí, de luminosa exactitud científica. Hablar por hablar, que siempre ha sido una manera de que no se te vaya la olla, se ha convertido en el santo y seña que te abre la puerta del entendimiento y la lucidez. Callar por callar, en el otro extremo, vendría a ser una respuesta casi orgánica con la que se supone nos introduciríamos en el lado oculto del espejo de tanta verborrea extrema, con la intención de ver que se cuece por tales lares. Así, a veces pienso, es como lo entienden muchos cineastas del momento. Pelis donde los personajes son casi mudos hay cada vez mas. Y eso, dicen, es una manera de representar la incomunicación humana. Ya ve. Aunque me parece que no es tan sencillo como lo filman. La incomunicación humana se ha de representar de forma que lo comunique al espectador que lo ve, por recuperar la oscura paradoja perdida, que es donde mejor se piensa y se ven las cosas. Tan plana puede ser una peli donde los personajes no dejen de hablar, como otra en la que no se dicen ni mu.

Cuando veo pelis como la de Nuri Bilge Ceylan me da por pensar que ha tirado la toalla y sencillamente se dedica a levantar acta y ocultar (como es lo propio de todo acto administrativo), mediante una excelente fotografía postal, lo que es obvio: que la comunicación dentro del matrimonio (de hecho o de derecho) está llena de sobresaltos cuya flecha resultante apunta al fracaso, al igual que complicada es su representación, la cual solo es posible en el campo de la ficción. De aquí no se deduce, naturalmente, que la ficción tenga que ver con el fracaso, sino con el lenguaje que sea capaz de dar forma a esa incomunicación que si debe ser transitiva, es decir, debe interpelar al espectador. Debe comunicarse con él, como decía antes.

Los personajes de Bilge Ceylan caen en una extraña asimetría que más o menos se la muestro como sigue: por un lado está lo que les pasa en la vida, que no es para echar cohetes (la vida es así, Haití mismamente), y, por otro, lo que hacen con eso que les pasa. Es esto último lo que incita a la comunicación, lo que debe tener estructura de transmisibilidad (perdone por el palabro, pero es que tengo la gripe T). Me parece muy bien que por razones de guión el padre, la madre y el hijo casi ni se miren Y ni se hablen (eso pasa en las mas honorables familias cuando empiezan a dejar de serlo, como es nuestro caso), pero que no distraigan al respetable con los intercambios psíquicos de la tramoyita del político corrupto y el espíritu samurai de su chofer, que además resulta que le crecen los cuernos mientras pena en la carcel la condena de su hasta entonces respetable jefe. Qué le vamos a hacer. No me parece aceptable que aquellos lleven su incomunicación al fondo hermético de su individualidad. Ahí todo es mío, nada más que mío, yo soy yo y mi abismo y nada de mí se proyecta hacia fuera. Caras de palo, únicamente alteradas por mor de la tramoyita y sus chalaneos. Todavía no estoy tan pallá como para que me traten como si estuviera loco.